La administración del Estado es como una ameba que se multiplica cuando encuentra espacio; ha pasado con todos los gobiernos, incluso hoy.
En el argot de la administración pública se le dice raviol a cada uno de los rectángulos del organigrama que muestra gráficamente la estructura del gobierno, o de un ministerio u organismo. Son ravioles las secretarías, las subsecretarías, las direcciones, etc. Toda vez que hay una reorganización, la atención de los funcionarios y empleados se concentra en ver si subsiste el raviol al que cada uno pertenece. Si no es así, tendrá que actuar rápidamente para ser encasillado en otro raviol, que cuanto más arriba de la pirámide esté ubicado, mejor. Todo empleado o funcionario pugna por estar en planta permanente y no como contratado. Se previene así de no caer fuera de algún raviol en una modificación de la estructura y gana estabilidad. En la siguiente gestión presidencial vendrán otros contratados que en su momento agregarán una nueva capa geológica a la planta permanente.
La raviolada suele activarse con los cambios de gobierno. La Constitución de 1994 excluyó de su contenido la definición del número de ministerios y la delegó en el Poder Ejecutivo Nacional. Desde entonces, cada nuevo presidente ha tenido cierta libertad de diseñar su gabinete y la estructura de sus ministerios. Cuantos más ravioles genere, más fácilmente cumplirá con compromisos políticos y personales, aunque como contrapartida, deberá cuidarse del gasto que ocasione.
Ha sido el actual presidente quien se lleva el premio a la mayor raviolada de la historia argentina: 21 ministerios, 88 secretarías, 208 subsecretarías y 305 direcciones nacionales o generales. Al menos dos motivos lo llevaron a esta exuberancia. Uno fue su aversión a tener un superministro de economía con demasiado poder que le permita en algún momento la clásica e inoportuna extorsión: "Presidente: o hace lo que yo le propongo, o renuncio". El otro fue la necesidad de crear suficientes cargos de alto nivel para satisfacer a los aliados en la coalición Cambiemos. Mauricio Macri no creyó que al ampliar el número de ministerios debiera incrementar la cantidad de empleados públicos. Más bien pensó lo contrario, pero las leyes de Parkinson le están jugando con sus reglas. La administración del Estado es como una ameba que se reproduce y multiplica cuando encuentra espacio. De hecho, desde el 10 de diciembre de 2015 prácticamente no ha sido posible reducir la planta de empleados públicos.
Una de esas leyes de Parkinson dice que cuando se crea un nuevo raviol, indefectiblemente habrá al menos dos nuevos ravioles que dependan de él. Si no fuera así, el responsable del raviol superior no podría justificar su propia existencia. Esta ley se aplica también para los dos o más ravioles dependientes, por lo tanto la pirámide se ensancha hacia abajo. Veamos el caso más reciente. Con la salida de Prat-Gay, su ministerio se dividió en dos. Uno de Hacienda, y otro de Finanzas.
En Hacienda fue designado Nicolás Dujovne, un destacado economista al que naturalmente se le asignaron funciones de mayor alcance que el mero manejo presupuestario. A las dos secretarías clásicas de Presupuesto y de Ingresos Públicos se agregó una adicional de Política Económica. Dependiendo de ella se creó la Subsecretaría de Programación Macroeconómica. Era lógico. Pero cumpliendo con aquella regla de Parkinson, se creó la segunda Subsecretaría de Programación... ¡Microeconómica! Pero la regla parkinsoniana sigue. De esta insólita subsecretaría dependen dos direcciones: la de Planificación Sectorial y la de Información y Análisis Sectorial.
En el nuevo Ministerio de Finanzas creado para retener al valioso Luis Caputo, se crearon dos secretarías: una de Finanzas y otra de Servicios Financieros. ¿Quién explica por qué son dos?
Por la misma ley hoy encontramos otras varias duplicaciones poco explicables. Van algunos ejemplos. Dentro del Ministerio de Justicia conviven la Subsecretaría de Protección de los Derechos Humanos con la de Promoción de los Derechos Humanos. En el Ministerio de la Producción están la Subsecretaría de Políticas del Desarrollo Productivo, y también la de Desarrollo y Planeamiento Productivo. En ese mismo ministerio se crearon las subsecretarías de Bioindustrias, y la de Alimentos y Bebidas, como si hubiera políticas públicas tan específicas y tan diferenciadas.
En el Ministerio de Turismo encontramos la Subsecretaría de Desarrollo Turístico, y la de Promoción Turística Nacional. Es difícil explicar la diferencia de sus cometidos, como también para el caso de la Subsecretaría de Desarrollo Minero y la de Política Minera. ¿Qué podemos decir de una Secretaría de Agregado de Valor o de una Subsecretaría de Asuntos Globales? Hay muchísimos otros casos peculiares.
La duplicación de funciones es bien notoria entre las dependencias de la Jefatura de Gabinete y las de los ministerios. Con una aparente intención de controlar, hay una desorbitante cantidad de ravioles presidenciales que duplican los temas contenidos en los ravioles ministeriales. Salvo la Agencia Federal de Inteligencia, el resto de las dependencias controlan y duplican a las de los ministerios y de la Jefatura de Gabinete. La consecuencia es que unos funcionarios trabajan arduamente para responder cuestionarios de otros, los que a su vez dedican ingentes esfuerzos y reuniones para contradecirlos.
El arbitraje de las discrepancias debería ser resuelto por el propio Presidente, lo que constituye una misión imposible para un hombre. El resultado es más y más ineficiencia. Recuérdese otro principio de sana administración. Un jefe no puede atender eficientemente más de ocho subalternos. De Mauricio Macri dependen 21 ministros, además del jefe de Gabinete, el que a su vez tiene cinco secretarías. Esta desbordante estructura no logra más que complicar lo que podría ser simple y que hasta 1943 lo era. El presidente no tenía asesores ni funcionarios que intervinieran entre él y sus ministros. Las estructuras eran tan limitadas que no hacía falta dibujarlas y, por lo tanto, nadie hablaba de ravioles.
Hoy sabemos que los numerosos ravioles engordan un gasto que no se alcanza a cubrir con una insoportable presión impositiva. De esa forma coloca a la Nación en el peligroso camino de un acelerado endeudamiento externo, que además de riesgoso ya causa retraso cambiario. La ciudadanía está en condiciones de comprender estos excesos y sus riesgos e incluso premiar electoralmente a un gobierno que sepa explicarlos y corregirlos, amortiguando los efectos sociales. Técnica y legalmente es posible hacerlo. Es hora de reducir la raviolada y otros excesos fiscales antes de que nos produzcan una indigestión como las que ya varias veces hemos conocido.