Sé lo que es el tiempo, pero si me pides que te lo explique ya no lo sé", decía San Agustín en el siglo V de esta era. En plena Edad Media, esta definición denotaba el carácter subjetivo del tiempo. Era una sensación, una intuición, algo que podía ser captado de manera esencial, pero imposible de objetivar. Iban a pasar cuatro siglos antes de que el monje benedictino Gerberto, que luego sería papa (Silvestre II), creara grandes relojes de pesas y cuerdas.
Y otros cuatrocientos años para que, en el siglo XV, este tipo de relojes empezara a ser instalado en lugares públicos, y el tiempo se convirtiera en algo universalmente mensu
rable, en un hecho objetivo. Pronto llegaría el positivismo, de la mano de Francis Bacon, Copérnico, Galileo y, sobre todo, René Descartes, el filósofo francés que con su célebre Discurso del Método impondría la duda cartesiana y fundamentaría una visión de la ciencia que llega vigorosamente hasta hoy.
Esa duda cuestiona todos los saberes y propone que sólo existe lo que puede ser demostrado, medido, pesado. "El cuerpo humano es como una máquina –escribió el filósofo–; un hombre enfermo es como un reloj descompuesto, un hombre sano es como un reloj bien hecho." Y así instaló el reloj como un paradigma para la humanidad.
Descartes vivió entre 1596 y 1650. Cuatro siglos más tarde, acaso le debamos nuestra dramática relación con el tiempo. Esta que nos hace sentir, ante todo, su velocidad, su fugacidad. "No sé en qué se me fue el tiempo". "No tengo tiempo para nada". "Necesito ganar tiempo". "No me hagas perder tiempo". "Ahorremos tiempo". "Ojalá pueda hacerme un poco de tiempo para…". Estas frases son lugares comunes en los diálogos y en los monólogos. Se las dice o se las piensa. La vida parece inconcebible sin reloj.
Modelos elegantes y costosos, estilizados, minimalistas, recargados, sencillos, de precios insólitos por lo bajos o por lo altos. Los relojes están aquí, entre nosotros, para recordarnos que el tiempo transcurre, que somos hijos de él. Así convive con nosotros Cronos, dios griego del tiempo (adoptado como Saturno en la mitología romana) que se comía a sus hijos para que éstos no lo destronaran como dios de dioses.
Como bien observaron y estudiaron el gran psicólogo suizo Carl Jung y el mitólogo estadounidense Joseph Campbell, los relatos míticos representan temas arquetípicos de la humanidad, forman parte de su inconsciente colectivo y se repiten encarnándose de una manera específica en cada época y en cada persona. Visto así, parecemos insertos en una era saturnina, devorados por el tiempo a través de una compleja red de mandatos y "deberes" que nos agotan sin llevarnos a la paz interior, a la armonía o, para decirlo sin eufemismos, a la felicidad.
Hasta que se inició la dictadura del reloj, los seres humanos vivían conscientes de que eran parte de la naturaleza; no se sentían ni al margen ni por encima de ella. Los ciclos de la Luna, la secuencia de las estaciones, las posiciones del Sol en el cielo, los celos de los animales, eran observados y respetados; los ciclos de la propia vida (niñez, adultez, vejez) también, y eso que hoy conocemos (y tememos) como tiempo era una experiencia subjetiva y natural. En la cultura hindú no existía el temor al paso de las edades (llamadas yugas) porque se consideraba que, aunque transcurrieran el tiempo y la vida, el ser era permanente. El tiempo era circular, no una flecha a la que había que perseguir o de la que era necesario huir. Transcurría a través de rituales cotidianos.
En Grecia, Platón consideraba el tiempo como "la imagen móvil de lo eterno". Y si lo eterno era el alma, buena parte del tiempo debía estar destinado a alimentarla. Ya después del reloj, en el siglo XVIII, el filósofo idealista Emanuel Kant diría que el tiempo y el espacio no están fuera de nosotros, sino que son categorías internas, que se trata de una intuición que nos permite discernir lo que está arriba o abajo, lo que ocurre antes o después.
Lo cierto es que mientras alguien escribe estas líneas y mientras alguien las lee, el tiempo pasa.
¿Significa esto que se escapa?, ¿que se pierde?, ¿o que se lo está invirtiendo? ¿Se puede hacer eso, en fin, con el tiempo: ganarlo, perderlo, invertirlo, ahorrarlo? No han faltado intentos de envasar esta materia huidiza. Aunque hay muchos ejemplos (por ejemplo, el hecho de que la planificación y administración del tiempo sea hoy una profesión), quizás uno de los más celebres fue el de Frederick Winslow Taylor, que, en 1875, avanzó con su programa de administración para que en las fábricas y talleres se hicieran más cosas en menos tiempo.
El taylorismo puso el acento en la productividad antes que en la calidad del proceso que lleva a los resultados. ¿No es esto en buena medida lo que nos ocurre cuando tratamos de hacer muchas cosas y terminamos nadando en un mar de ansiedad? ¿No será acaso que, puestos a usar "productivamente" el tiempo, hemos perdido contacto con aquello que hacemos: conversar, amar, leer, cocinar, caminar, mirar la caída o el nacimiento del sol, escuchar música, sólo escucharla, mirar nuestro entorno, el mundo en el que vivimos y al que pertenecemos? Acaso somos hoy tayloristas de nuestras propias vidas.
Franz Metcalf, doctor en filosofía, miembro del Instituto Forge para la Espiritualidad y el Cambio Social, de Chicago, apunta en su libro ¿Qué haría Buda?: "En Occidente algunas personas les quitan toda la vida a sus años con el fin de posponer su muerte. Es posible que vivan más años, pero, ¿para qué?". Quizás esta frase dé en el corazón del asunto. En esto mismo insiste el pensador Jacob Needleman, autor del bello y profundo ensayo El tiempo y el alma: "El tiempo es más que un problema, es una pregunta, tal vez la más importante que un hombre o una mujer puedan enfrentar. Una pregunta que no se puede responder con la mente, que es necesario sentir, experimentar. Debatimos sobre el tiempo, pero rara vez sentimos lo que significa".
El tiempo, según Needleman, plantea "la pregunta del millón": ¿cómo vivimos nuestras vidas? ¿Queremos vidas largas? Bien, ahí están la ciencia y la tecnología trabajando para conseguírnoslas. ¿Largas para qué? El filósofo inglés Alan Watts, uno de los primeros en enlazar el pensamiento occidental con el oriental, reflexiona, en La sabiduría de la inseguridad, acerca de cómo, en el transcurso del último siglo, nos hemos acelerado en la búsqueda de productividad material, de logros tangibles, en busca de ciertas metas (como el poder, el dinero, el éxito, el reconocimiento social, la acumulación, la seguridad misma) convertidas en fines en sí mismos y no en medios para construir vidas transcendentes. Así, dice Watts, se perdieron tradiciones en los vínculos, en la vida social, en la forma de gobernar, en la forma de trabajar, en lo religioso y en lo espiritual. "Pareciera que cada vez hay menos rocas firmes a las que podamos agarrarnos", señala.
Y concluye: "Si todo es relativo, si la vida es un torrente sin forma ni objetivo en cuyo flujo nada –salvo el cambio– puede durar, pareciera que no hay futuro y, por ende, no hay esperanza". Pareciera que la felicidad está siempre en el futuro, piensa Watts, y corremos desbocados hacia él, haciendo caso omiso del presente, aunque sin llegar a él. Entonces, claro, no hay tiempo que alcance. "Son muchísimas las personas que no logran vivir porque están siempre preparándose para vivir", define Watts de una manera terminante.
¿Qué es prepararse para vivir? En la práctica es posponer, estar muy ocupado con urgencias, dejar para después en el orden de prioridades aquellas cosas importantes o de veras preciadas y necesarias (amigos, aficiones creativas, actividades y comunicación con seres queridos, atención de la salud física y espiritual, alimentación emocional y cultural) para anteponer otras que consideramos como paso "previo" y "necesario" para lo otro.
Miedo al ocio
Una vez enzarzados en esta dinámica, cada segundo libre nos produce pánico. Entonces le quitamos su sentido incluso al ocio, dejamos de concebirlo como ese tramo de tiempo que dedicamos, simplemente, a ser y estar. Necesitamos sentir que nuestro ocio es productivo. Como fuego helado, como descontrol controlado, como luz negra, como clamoroso silencio, como muerto vivo, como amarga dulzura, también ocio productivo es un oxímoron (construcción verbal y mental que contradice toda lógica). El ocio no necesita justificarse en la productividad: es un tramo de nuestro tiempo en el que, simple y necesariamente, estamos, no hacemos. No es un espacio para llenar. Si es productivo, no es ocio. Esta es otra dramática paradoja de nuestra relación con el tiempo: o sentimos que carecemos de él, que nos falta, o, cuando finalmente lo tenemos, nos angustia, necesitamos "ocuparlo", "llenarlo". Probablemente hay un cercano vínculo entre este fenómeno y la sensación de que nuestra vida se escurre sin haber alcanzado una respuesta acerca de su sentido.
Sostenía Carl Jung que el sentido de una vida se plasma cuando una persona alcanza su individuación, es decir, cuando integra sus partes (las conscientes y las inconscientes), las acepta, las complementa y acaba por ser ella misma, no lo que "debe", lo que "fantasea" ser, lo que "se espera" que sea, sino lo que es. Una tarea para la cual, admite, a menudo no alcanza una vida, pero que justifica esa vida. En ese punto interviene nuevamente Jacob Needleman. "Para estar aquí y ahora, para habitar en su totalidad el tiempo presente, hay que tener dos vidas simultáneas –dice–; una vida exterior y una vida interior." La exterior es la de nuestras actividades, la de nuestros deberes, la de nuestras demandas que provienen de afuera, a veces deseadas y esperadas, otras veces no.
La vida interior remite a una búsqueda intransferible, que nadie puede hacer por cada persona. La búsqueda de las prioridades esenciales, de esas que no se miden por lo que exhibimos, sino por nuestro estado emocional. Para esta búsqueda hay que darse tiempo. "Otra clase de tiempo" –recuerda Needleman–, que no está en los relojes ni en los calendarios. "El mundo puede ser medido con un reloj y después computadorizado", dice el filósofo. Pero esto es sólo la manipulación del tiempo, un ejercicio que se realiza en la superficie y no en la profundidad de la vida. Tiene un alto contenido de ilusión.
En realidad, como dice el propio Needleman, en el interior de cada individuo hay un ritmo personal, el ritmo de su naturaleza intransferible. Cuando las personas no están en sintonía con esa cadencia y aceptan, o se imponen a sí mismas, otros ritmos, el tiempo empieza a ser un problema en sus vidas. Y seguirá siéndolo mientras se lo afronte como una cuestión de medidas. El tiempo es más que el uso que hacemos de los nanosegundos (categoría de última generación), segundos, minutos, horas, días, semanas, meses o años. "La programación y el control eficientes del tiempo a menudo resultan contraproducentes", apunta Stephen Covey, prestigioso asesor en liderazgo y autor del ya clásico
"Administración del tiempo –añade– es una expresión poco feliz; el desafío no consiste en administrar el tiempo, sino en administrarnos a nosotros mismos." Covey propone incluir en nuestra relación con el tiempo una clara concepción de nuestros valores. Relacionar el tiempo con los valores significa asignarlo a aquellas cuestiones que realmente son importantes para nosotros, aquellas que están en armonía con nuestro ritmo y nuestra melodía interiores. En el largo, medio o corto plazo, dice Covey, es decisivo orientar energía y tiempo en la dirección de esos valores. El tiempo "escapa", se "pierde", "escasea", "vuela", cuando se aplica a expectativas que no conducen a desarrollar relaciones ricas, a satisfacer necesidades humanas íntimas y esenciales, a disfrutar de momentos espontáneos, no planificados y no necesariamente "productivos".
En la concepción de Covey, poner el acento en nuestros valores nos permite priorizar lo que de veras es importante. Cuando no lo hacemos, corremos detrás de lo urgente, carecemos de un eje: los acontecimientos (familiares, laborales, sociales) marcan nuestra agenda. Lo urgente reclama reacción, nos saca de la ruta por la que veníamos, nos altera. Lo importante apunta a resultados mediatos, a nuestra misión en la vida, a nuestros valores y propósitos trascendentes, que van más allá de nosotros mismos, de nuestra satisfacción inmediata y efímera. Ante la urgencia, sólo reaccionamos; ante lo que es importante, actuamos.
Nuestra relación con el tiempo necesita responsabilidad: la facultad del ser humano de responder a las consecuencias de sus acciones, de hacerse cargo del resultado de sus elecciones y decisiones. Responder y hacerse cargo significan algo más que palabras: se trata de actitudes, de acciones, de conductas. El ejercicio pleno y consciente de la responsabilidad lleva a construir una vida elegida, no una vida dictada. Desde ya, esa vida se construirá en la cinta del tiempo, pero –como señalan las consultoras Diana Hunt y Pamela Hait en su Tao del tiempo– "ya no remamos contra la corriente ni procuramos forzar los hechos", ponemos el acento en nuestro camino, en nuestra elección; no trabajamos contra el tiempo, apresurados por derrotar al reloj, atiborrando nuestro calendario. Hunt y Hait dicen: "Cuando vivimos enfocados en el ser, se reacomodan el hacer y el tener… y desaceleramos".
El tiempo, en fin, somos nosotros. No está en los relojes ni en los calendarios. El tesoro a recuperar, cuando sentimos que el tiempo es una fortuna perdida, es nuestra vida. Lo que hacemos con nuestra vida es lo que hacemos con el tiempo. Muchos grandes humanistas (como Erich Fromm, Víktor Frankl, Carl Jung, entre otros) han coincidido en que cada existencia tiene un sentido, y que descubrirlo y esculpirlo es responsabilidad de cada quien. El propio Albert Camus (premio Nobel de Literatura, pensador existencialista) admitía que, aun si la vida fuera un absurdo, sólo por eso sería necesario darle un sentido. Ese sentido puede caber en una frase de Thomas Jefferson: "Procura dejar el mundo un poco mejor de como lo encontraste". Cada persona puede traducir esto a acciones propias, singulares, intransferibles e irreemplazables. Mientras no lo hace, el tictac del reloj suena con más intensidad. Y genera ansiedad. Cada vez que alguien se hace responsable de su vida, elige lo que le permite estar en armonía profunda consigo, y no pide que le den una vida ni que se la diagramen, sino que la construye responsablemente, su alma se aquieta, encuentra paz. Y el reloj pasa a segundo plano. Porque el alma no usa reloj.
Fuente: Por Sergio Sinay (Diario La Nación)
¿Cuánto dura un minuto?
En la Dallas Diagnostic Association, de Texas, se atiende a pacientes que sufren de “mal del tiempo” (sensación crónica de luchar contra el reloj). Al principio se les hace un test simple: se les pide que cierren los ojos y los abran cuando perciban que ha pasado un minuto. Como promedio, todos los abren antes de los 30 segundos, e incluso hay récords de 5 segundos. Como se ve, el tiempo es una percepción subjetiva y, como tal, puede estar distorsionada por nuestra manera de relacionarnos con urgencias y prioridades.
Para salir de la tiranía del reloj, sugieren los especialistas, es aconsejable, entre otras cosas, practicar rituales cotidianos, darse en el día períodos de quietud (y respetarlos) para no hacer nada, o simplemente respirar de un modo consciente, escuchar música o dar un paseo matinal o al atardecer sin “aprovechar” para ir a “hacer algo” mientras tanto, o abandonar al menos por un día la agenda para, sencillamente, hacer lo que se vaya presentando en cada momento.
Fuente: Diario La Nación