Por Enrique Valiente Noailles | LA NACION - Twitter: @evnoailles
La Argentina ha roto su pacto con la significación. El evento más importante del año, y acaso de la década, la muerte de Nisman, ha quedado reducido a la insignificancia más absoluta. Convertido en cenizas, de él queda apenas un merodeo por cuentas corrientes y amantes, el eco de las discusiones entre la querella y la fiscal, y una investigación a su madre. Pero no sabemos siquiera a qué hora murió. Y menos sabremos ya el cómo o el porqué. Simultáneamente, los eventos que no significan nada se agigantan de manera curiosa y permanecen como globos de helio sobre nuestro firmamento. Alcanzan 35 puntos de rating, millones de espectadores y un interés generalizado. Se trata de dos caras de la misma moneda: habernos convertido en reducidores de cabeza de los hechos más graves nos libera para ejercer una macrocefalia de lo superficial.
En esto radica la brutalidad profunda de la Argentina: en la alteración del tamaño y valor de todos los eventos. Un vicepresidente procesado por quedarse presuntamente con la máquina de hacer billetes tiene valor anecdótico; la edad de un miembro de la Corte Suprema es un escándalo de Estado. Ahora bien, pensar que la escala de significaciones se encuentra alterada acaso sea engañoso. Tal vez sea la escala en la que queremos vivir.
Por eso sería inútil o anticuado escandalizarse con nuestros candidatos porque asisten a un programa de entretenimiento. Las censuras a los candidatos y a ShowMatch pertenecen a un paradigma perimido, a una época en la que todavía nos preocupaba la realidad. Ni siquiera Tinelli, más allá de su viveza, tiene la responsabilidad de haberse convertido en un factor de poder. Si de la semilla de lo irrelevante crece un baobab, hay que preguntarse por la fertilidad de la tierra en la que se la ha sembrado. La Argentina de estos tiempos, desacostumbrada a la realidad, quiere entretenerse. Por eso peregrinan a la meca de ShowMatch nuestros candidatos. Y seguramente por eso Tinelli tiene allanado el camino para convertirse en un dirigente de la Argentina.
No suman votos, en esta época, adagios similares al de Winston Churchill, que prometía sangre, sudor y lágrimas. Baile, risa y olvido son lo apropiado para nuestro juego. Es que ningún candidato de la Argentina puede ya prometer la verdad. La verdad no es un sillón en el que uno acomoda a la realidad para que se sienta confortable. Para eso tenemos el relato. A la verdad no le preocupa cómo caerá en el que la recibe. Tiene infinidad de filos y aristas que no encajan con lo que deseamos. Es que ya hemos perdido la costumbre de enfrentarla y, a ciencia cierta, no sabemos muy bien qué clase de animal es. Sólo estamos acostumbrados a este zoológico lingüístico en el que el todo puede ser dicho y tergiversado al punto de hacer desaparecer la noción de que hay algo cierto detrás.
Por eso hay que comprender a los candidatos, que ya no bailan al compás de la verdad, antigua señora que tampoco sabría cómo moverse entre nosotros, sino que han decidido moverse al compás de la apariencia. Nuestra realidad de hoy carece de densidad propia y en estos años ha quedado exclusivamente conformada por siliconas interpretativas. En efecto, ha adoptado tamaño variable, se ha buscado presentarla de la manera más atractiva posible, para excitar a nuestro electorado.
Existe por eso un temor en los candidatos de sacar a la Argentina de su ilusión y de enfrentarla consigo misma. Porque podrían obtener todo el rechazo de quien no quiere mirarse a sí mismo. Si obligáramos a alguien a ponerse frente a el espejo luego de años de no hacerlo, el susto sería grande y le costaría reconocer lo que ve enfrente. Éste es un efecto primario de la época que vivimos: a fuerza de ignorar, eludir y modificar la realidad, tal vez, nos hayamos convertido en seres intolerantes a ella.
A la vez, no deja de ser conmovedor el esfuerzo de los candidatos por ponerse a la altura del espectáculo -no estamos hablando de altas cumbres-, por encajar en el formato que les tenemos reservado, de entretenernos y no molestar demasiado. Y no deja de tener algo de malicioso colocarlos en esa escena. Caminan por la cuerda floja de un lenguaje que no manejan y cualquier paso en falso puede aquí ser fatal. Una respuesta desatinada, una reacción desajustada, irse por la puerta equivocada, como le ocurrió a De la Rúa, puede significar un rotundo pulgar hacia abajo en nuestro circo peculiar. Pisan un sitio minado, plagado de gestos no verbales y en el que en el fondo es más difícil esconderse.
No deja de ser un dato interesante que la mera escenificación, la mera aparición en un programa televisivo, tenga el poder alquímico de convertirse en votos. Que el ser visto por mucha gente, por sí solo, agregue valor a un político, habla de la densidad de la política en sí misma. Nuestra voluntad de voto no necesita ser mediada por una reflexión o por un cálculo: utiliza la transfusión sanguínea de la imagen. Los candidatos penetran en las masas sobre la base de su gracia escénica, y su grado de aceptación tal vez tenga que ver con que se los juzga para ver si son buenos actores para continuar con nuestra comedia. Por eso, si los candidatos no aceptan finalmente someterse a un debate presidencial, tal vez podamos comprometer a los actores que los parodian.
Porque la gente no tiene tanto interés en lo que piensa un candidato como en juzgar, precisamente, cómo baila al compás de la apariencia. Todo se juega ya en el reino de las apariencias. Todo lo que sucede está muy lejos de nuestra antigua imaginación representativa, que desearía creer que se eligen programas de gobierno. Las políticas de gobierno, las ideas, las propuestas de futuro han pasado a formar parte del mercado clandestino de la política. Hay que pensarlas y transarlas fuera de la vista. "Nadie va a perder lo que tiene", sugieren a su manera los tres candidatos, cuidadosos de no pisar involuntariamente algún callo, algún subsidio.
Tal vez tengamos que invertir definitivamente los polos del análisis. Y tal vez a un pueblo de espectadores le corresponda, justamente, una política del espectáculo. Los dislates que se dicen desde los micrófonos públicos, la corrupción rampante, el ataque a Fayt por ser viejo, la manipulación de la Justicia, la masiva ausencia de rendición de cuentas, la idea de que un gobierno tiene derecho a apropiarse y a devorar al Estado, toda esta inmensa disonancia con lo que debieran ser las cosas tiene posibilidad y existencia por la complaciente caja de resonancia y la restricción de conciencia colectiva en la que ocurre. Aquella que ofrece, aún con algunas islas de resistencia, la mayoría de la población. Tenemos que interrogarnos por la demanda -o ausencia de ella- y no tanto por la oferta, que es donde hemos puesto toda la atención y la energía, donde creemos que se deciden las cosas. Tal vez la verdadera metáfora que Tinelli está expresando sea ésta: al igual que Forrest Gump, seríamos protagonistas involuntarios y testigos de los eventos importantes de la historia, pero, en términos colectivos, con un retraso motriz y mental.
Además de emitir moneda sin respaldo, como si nada hubiéramos aprendido del pasado, y de emitir palabras sin respaldo, se emiten eventos graves que, como la muerte de Nisman y su denuncia, se volatilizan y se pierden al poco tiempo en el éter de la insignificancia. Vivimos, entonces, en plena emisión de significantes sin significado. Por eso, desde hace décadas que cualquier cosa puede ocurrir en el país, porque una vez que ocurre es vaciado inmediatamente de sentido. Y por eso, cualquiera que sea el próximo presidente, lo relevante es si querrá y querremos en conjunto restaurar -si es que ha existido- el pacto con la significación..