Por Nicolás Balinotti | LA NACION
Por el norte salteño ingresan toneladas de droga y mercadería ilegal, un flujo que incrementó el índice de delitos y el número de adictos en los pueblos de la zona; las limitaciones de la Justicia
Bermejo-Aguas Blancas. A toda hora y sin controles, decenas de personas cruzan el río e ingresan desde Bolivia alimentos, ropa, autopartes y droga. Foto: LA NACION / Fabián Marelli
Desde la orilla, se observa cómo del otro lado del río Bermejo descargan toneladas de mercadería. Apilan los bultos en precarias barcazas fabricadas con cubiertas de camión, troncos y plásticos. El caudal del río está bajísimo, lo que agiliza la tarea de dos muchachos que con el rostro cubierto se ganan la vida remolcando botes. El agua les llega hasta la cintura. Uno empuja desde atrás y el otro guía desde adelante. A bordo, viaja el cargamento. El trayecto será de unos 100 metros, de costa a costa.
La virtual línea fronteriza se reduce a ese hilo de agua barrosa que geográficamente separa a Bolivia de la Argentina. Allá cargan, acá descargan. Cruzan de manera ilegal alimentos, electrodomésticos, autopartes, juguetes y ropa de imitación cuyo destino final son las grandes ferias urbanas como La Salada. En algunos casos, entre el cargamento, se trafica droga. Para el menudeo. Los cargamentos de droga más importantes ingresan por tierra y aire. Quizá también por este permeable paso internacional llamado Bermejo-Aguas Blancas.
El contrabando hormiga aquí es un trabajo como cualquier otro. Es tal vez un componente endémico de los pueblos cercanos a la frontera. Lo es a pesar de que para el código aduanero se trata de un delito. Las personas que lo hacen se autodenominan "bagalleros". En Orán, la ciudad salteña de jerarquía más próxima a la frontera, se calcula que hay unas 1000 personas dedicadas a la tarea.
Es una rutina que se desarrolla tanto de noche como de día, casi siempre ante la mirada débil y pasiva de efectivos de la Gendarmería y del personal de la Aduana, otros auténticos protagonistas de la fauna fronteriza.
"En Pocitos [otro pueblo cercano a la frontera], como en otros lados, la población está acostumbrada al contrabando hormiga. Hace tres años, empezamos a descubrir que en medio de esos bultos de ropa empezaron a llevar de uno a treinta kilos de droga. Llevan cocaína y marihuana. Así, la droga ya entra por las tres vías: terrestre, aérea y fluvial, por el Bermejo", explica el juez federal de Orán, Raúl Reynoso, quien está próximo a cumplir una década al frente de un juzgado caliente. Desde que accedió al cargo, ingresaron 23.000 causas, de las cuales un 20 por ciento están vinculadas exclusivamente al narcotráfico.
Si no fuera por la estadística, nada haría suponer que por este territorio, en el que brota la pobreza, ingresan millonarios cargamentos de droga. En 2003, el juzgado de Orán se incautaba de aproximadamente 1000 kilogramos de droga cada 12 meses. Subió después a 1500. Ahora, el promedio es de 2500 kilos al año. En total, durante la última década, se decomisaron más de 18 toneladas, entre cocaína y marihuana, según el juez. El rumbo alcista de los números que manejan en Orán está en línea con las últimas cifras que bajó en limpio la Gendarmería sobre las incautaciones en todo el país durante 2013: 4,8 toneladas de cocaína y 90 toneladas de marihuana.
"Al principio, no tuvimos mucho eco de parte de las autoridades. El gobierno nacional recién comenzó a ayudar en los últimos tres años. Lo hizo cuando se dio cuenta de que acá hay muertes con el estilo del sicariato, que hay fuerzas de seguridad comprometidas y que actúan bandas internacionales, provenientes de Colombia, Bolivia, Paraguay y hasta de los países de Europa del Este", advierte Reynoso, con una mueca indecisa, a medio camino entre la preocupación y el abatimiento.
El juez habla acomodado en un mullido sillón. En las calles de Orán, el calor es achicharrante. El asfalto hierve. Pero pisar el despacho de Reynoso es como sentirse en otro mundo: el aire acondicionado es helado y las paredes están pobladas de fotos familiares en las que el hombre de gestos plastificados que caza narcotraficantes luce sonriente y distendido. Desde esa oficina, generó hace poco un gran revuelo: fue cuando activó una cruzada contra la Corte Suprema y el gobierno nacional para exigir más recursos para combatir el narcotráfico. En su juzgado, trabajan menos de 25 personas para atender los 23.000 expedientes que allí se apilan. Hace unos años, eran apenas 15. Hoy, Reynoso espera que se cumpla la promesa oficial: la creación de secretarías especiales para atender únicamente temas vinculados al tráfico de estupefacientes.
Cruzar de Aguas Blancas a Bermejo, o viceversa, cuesta cinco pesos argentinos o un boliviano. Beneficiados por el tipo de cambio, los del altiplano se interesan por los alimentos de marca que se venden en el supermercado Vea. Los argentinos, en cambio, buscan del otro lado principalmente ropa de imitación y baratijas para comercializar en los centros urbanos. A la par de los botes con pasajeros, circulan las barcazas repletas de mercadería, con los "bagalleros" a bordo, agazapados para bajar y comenzar su raid fugitivo para eludir los controles.
La costa es rocosa y gris. Desde allí nacen múltiples accesos al pueblo de Aguas Blancas: muchísimos senderos alternativos o el único ingreso oficial, una callecita de tierra que conduce a las oficinas de la Aduana. Después, todos los caminos confluyen en una misma vía: la ruta 50.
DE AGUAS BLANCAS A PICHANAL
El contrabando de mercadería en el cruce del Río Bermejo y Aguas Blancas. Foto: LA NACION / Fabián Marelli
La ruta 50 atraviesa de Norte a Sur las localidades de Orán, Hipólito Yrigoyen y finaliza en Pichanal, un punto estratégico del mapa en donde confluyen rutas nacionales y provinciales. En otro sitio sería un mero cruce de rutas. En Pichanal, es una zona oscura en donde se entrelazan miserias: contrabando, trata de personas y hasta un casino que se levanta a centímetros de las vías del ferrocarril por donde debería circular, alguna vez, el Belgrano Cargas. Por aquí transitan contrabandistas rasos, pequeños y medianos narcotraficantes.
"Es la ruta del negociado y de la muerte: el que pasa, pasa a eso. Ya no es un lugar de paso. Hasta la policía es cómplice", dice Leticia Quispe, presidenta de la comunidad aborigen Ava Guaraní, que reúne a 10.000 de las 35.000 personas que habitan en Pichanal.
En Pichanal, los adolescentes se drogan y roban por aburrimiento, y las niñas se prostituyen desde los 11 años para alimentar a sus hermanos más pequeños. Sus padres, muchos de ellos alcohólicos, no conocen otra forma de empleo que no sea el informal. Trabajan en negro y de manera temporal en las fincas de la zona por 120 pesos al día. Lo hacen de lunes a sábado, casi siempre bajo un sol canicular. Los lugareños dicen que la radiografía social empeoró en los últimos años. Desde que el pueblo comprendió que está ubicado en una arteria clave del circuito del narcotráfico.
"El cruce" es la puerta de acceso a Pichanal. Por aquí pasó fugazmente hace un mes el cura Juan Carlos Molina, jefe de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar). Y aquí mismo, hace unos días, intervino el secretario de Seguridad, Sergio Berni, en un operativo en el que se incautaron de 179 kilos de cocaína. Es considerada una zona caliente. Lo es por su proximidad a dos de los cinco pasos fronterizos con Bolivia y por ser el primer empalme a la ruta nacional 34, cuyo recorrido finaliza en la ciudad de Rosario.
Pichanal está a unos 70 kilómetros de Aguas Blancas-Bermejo y a unos 120 del paso de Salvador Massa-Yacuiba. En su feraz geografía, se levantan ingenios y se cultiva chauchas, tomates y berenjenas. Casi nunca llueve. Salvo durante algunas madrugadas: cae droga del cielo.
Los cargamentos mayores a los 30 kilos suelen ingresar en el país por aire, casi siempre desde Bolivia, uno de los tres grandes productores mundiales de coca. Avionetas de vuelo bajo arrojan la mercancía del otro lado de la frontera, en campos abiertos donde un grupo de personas, por lo general argentinos, ataja los bultos y los carga para trasladarlos por tierra. En caso de burlar los primeros controles, el tráfico aéreo llegaría como máximo hasta Santiago del Estero, donde se continúa con el traslado vía terrestre, en una suerte de posta hasta penetrar en las grandes urbes o llegar a la boca de salida de los puertos de Rosario o Buenos Aires.
Las postas no son casuales. Tampoco son una simple estrategia de los narcotraficantes para intentar engañar los controles de las fuerzas de seguridad. El cargamento tiene un costo estimativo de acuerdo con dónde es entregado. El kilo de cocaína puede valer 2000 dólares, en la boliviana Bermejo, y 3000, en Aguas Blancas, según los rastrillajes de gendarmes y personal de la justicia federal que actúan en esta zona. El valor sube a medida que se aleja de su origen: 4000 dólares, en Salta; 7000 u 8000, en Buenos Aires, y 20.000, en la primera escala europea, que suele ser España. El precio puede triplicarse en algún punto de Europa del Este, donde los controles son muchísimo más rígidos.
DEJÓ DE SER UN LUGAR DE PASO
"Antes la droga pasaba, ahora se queda", dice preocupado Cristian Isla Casares, un porteño que vive en Pichanal desde 2007. Cristian es fraile y encabeza allí la misión San Francisco de Asís, junto con Martín Caserta, otro párroco que también llegó desde Buenos Aires.
Cristian y Martín tomaron la posta de la misión del padre José Roque Chielli. Se integraron a la comunidad aborigen Ava Guaraní y pusieron en marcha una serie de proyectos educativos, nutricionales y de higiene en el que participan ad honórem hombres y mujeres del pueblo. La comunidad, que es un tercio de los habitantes de Pichanal, sucumbe en la pobreza y en la exclusión social, generada, entre otras cosas, por un alto nivel de desempleo o subocupación.
"Hay hambre, pero no tanto como antes. Hoy todos tienen que comer gracias a los planes sociales. No hay nadie que no tenga un plan. La ayuda del Estado les permite comer unos días más, aunque deben trabajar. Pero lo peor es que acá el único trabajo que hay es en negro. No se conoce otra cosa", argumenta el fray Cristian. A su lado, Martín, que es más joven, lanza una inquietud que tiene anidada en el estómago: "Si en 2015 viene un presidente antiplanes, Pichanal sería Hiroshima".
Desde hace un tiempo que a la comunidad guaraní, que significa guerrero, se le abrió otro frente de tormenta. A su lucha por no caer en la marginalidad e intentar satisfacer las necesidades básicas de sus pobladores, le surgió otro desafío: sumar adhesiones para
reclamar al poder político una reacción para contener el avance de las drogas, el alcoholismo, el juego y la prostitución. El mensaje está destinado tanto al intendente de Pichanal, Julio Jalit, como al gobernador salteño, Juan Manuel Urtubey, y a la presidenta Cristina Kirchner. A todos.
"La entrada al lugar en donde vivimos se convirtió en un nudo de adicción al juego, narcotráfico, drogadicción, prostitución de menores y alcoholismo", dice el primer párrafo de la carta que es distribuida entre los vecinos. Los frailes Cristian y Martín llevan un conteo sobre la cantidad de adherentes. La iniciativa también es impulsada por la cúpula de la comunidad guaraní, que se reúne periódicamente en una sala que a veces funciona como centro de adictos y desnutridos.
Leticia Quispe, la presidenta de la comunidad, abre uno de esos encuentros periódicos con una preocupación: los robos. Matilde la interrumpe y dice desde la cabecera: "Hay robos y violaciones". La charla se extiende hasta casi la medianoche, y los asistentes giran sobre sus dramas y la falta de soluciones.
Con la voz quebrada, Leticia confiesa que le cuesta imaginar el futuro. Siente que asiste impotente al dolor de tantas familias que ven acabar a sus hijos miserablemente como víctimas del consumo de drogas y alcohol, o como peonadas de organizaciones vinculadas al narcotráfico o al "bagallerismo".
Su voz llena la sala. Por los ventanales, se distinguen las luces de los autos que cruzan el empalme entre las rutas 34 y 50. Como a toda hora, pasan vehículos cargados hasta los techos con toneladas de mercadería. Tal vez lleven droga. Nadie lo sabe.
LAS ESTADÍSTICAS DE UNA ZONA CALIENTE
1000 kilos de droga en 2004: Es el registro de incautaciones de droga (cocaína y marihuana) que tuvo el juzgado federal de Orán al asumir Raúl Reynoso.
2500 kilos de droga en 2013: El registro promedio fue creciendo con los años. Pasó a 1500 kilos en 2008, pero hace dos años trepó hasta los 2500 kilos por año.