Por Rodolfo Cavagnaro - Especial para Los Andes
Mendoza tiene una producción primaria con poco valor agregado, salvo un sector de la vitivinicultura que registra un alto nivel de competitividad basado en la calidad de los productos.
La decisión de la Corte Suprema, que habilita el decreto que amplió la promoción industrial, ha sido la confirmación del fracaso del modelo productivo argentino que, salvo excepciones, carece de competitividad en todos los conceptos y requiere de un Estado paternalista que la esté protegiendo en forma permanente.
Quienes insisten en el modelo, suelen desvincular la política económica y productiva, de la política fiscal, monetaria y cambiaria, y no se dan cuenta de que estos son los condicionantes principales que hacen que el resto pueda cumplirse. Además, acostumbra a las empresas a no competir y estar protegidas.
La promoción industrial no es nueva, viene de varias gestiones y empezó en La Rioja, durante el gobierno militar de 1966. Después, durante el gobierno peronista de 1973 se amplió a San Luis, San Juan y Catamarca. Más tarde, las mismas provincias fueron beneficiadas con diferimientos impositivos agrícolas, algo de lo cual también tocó a varios departamentos mendocinos.
Algo queda claro: si después de 30 años las empresas necesitan seguir promocionadas es porque el sistema fracasó con todo éxito. Si en ese lapso las empresas no pudieron ganar competitividad para medirse en los mercados mundiales, no tiene sentido repetir el fracaso y hay que pensar en una nueva modalidad, más clara y menos discrecional y que armonice la política industrial, agrícola y productiva en general, con las políticas cambiarias, monetarias y fiscal.
Un país distorsionado
Si bien la promoción industrial y los diferimientos han sido formas específicas, al igual que las promociones para Tierra del Fuego, existen en nuestro país políticas específicas destinadas a la protección de diversos sectores que no son tan explícitas o, al menos, no son percibidas como tales por la población.
Entre ellas pueden mencionarse las que promocionan los puertos patagónicos, la protección a la producción de azúcar y los estímulos a la producción de tabaco. Quizás uno de los más importantes ha sido, y sigue siendo, el régimen que protege a la industria automotriz. Esto es importante porque la mayoría de estas industrias, además, se encuentran instaladas en las principales provincias, como Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba.
En este caso, la protección se da mediante la aplicación de políticas restrictivas a la importación, ya sea aplicando cupos o elevados aranceles de importación. Una mención especial merece el régimen automotriz del Mercosur. Es que en virtud de este acuerdo, las empresas especializan sus plantas para consolidar todo en un solo mercado, pero protegidas de la competencia externa, con un elevado arancel de importación.
Siempre se ha dicho que esta protección tiende a proteger la industria nacional y el empleo, pero en esto hay verdades a medias. Las terminales son filiales de multinacionales. Si la economía estuviera abierta, Ford de Argentina competiría con Ford de diversos países, es decir, no habría competencia. Pero en virtud de esta protección se mantienen plantas y empleo, que es el único componente nacional. Los autopartistas fueron desapareciendo porque muchos de ellos no pudieron competir por no estar actualizados tecnológicamente y, en muchos casos, por los avatares de la historia económica argentina de los últimos treinta años.
Si uno compara los precios de los autos en Argentina y en Chile, verá que hay una diferencia, promedio, de 2.000 dólares por auto. Si usted multiplica esos 2.000 dólares por 800.000 autos vendidos, llegará a la bonita suma de 1.600 millones de dólares, unos 6.400 millones de pesos anuales que los argentinos pagamos en exceso comparado con los que se pagaría si la industria no estuviera protegida.
Y aquí viene el tema importante, porque el argumento del empleo es débil. Esos 6.400 millones de pesos anuales son una transferencia que otros sectores de la economía hacen al sector automotriz. Si los argentinos pagaran 2.000 dólares menos por auto, esa plata podrían dedicarla a invertir o comprar en otros sectores de la economía o al ahorro. En todo caso, ese volumen de plata serviría para dinamizar a múltiples sectores que no son de capital intensivo, como las automotrices.
Lo que los políticos tienen que entender es que un auto tiene 6.500 piezas que se fabrican en 50 países distintos y se arman en aquellos lugares donde les dan facilidades fiscales, protección de mercado o subsidios al empleo. Las automotrices son multinacionales de negocios que explotan al máximo las debilidades políticas de cada país; no son empresas de beneficencia.
Es más, ni siquiera aportan desarrollos autónomos o patentes que puedan generar royalties. Ellos remesan royalties a sus casas matrices, que se incluyen en el costo de cada vehículo y nosotros los protegemos ¿De quién?
El Estado también ha sido socio, porque una parte importante de esa plata pagada de más se va en impuestos. De esa manera, también el Estado nacional genera otras distorsiones. En el caso del petróleo, mantiene congelado un precio del crudo, sacando a las provincias parte de su riqueza y pone fuertes retenciones a las exportaciones, que no comparte. Lo mismo hace con la minería. Las provincias cobran el 3% de regalías, pero el gobierno nacional retiene el 30% de las exportaciones.
Una economía que no puede funcionar sin distorsiones, representa un modelo fracasado.
Mendoza tiene lo suyo
Mendoza, en su matriz productiva, durante muchos años dispuso de diversas medidas que, en la mayoría de los casos, se hacían con fondos provinciales. Mientras existían los bancos provinciales estaban los “préstamos blandos”, que eran los que no se devolvían. Mientras Argentina tuvo una política laxa de supervisión bancaria, los desequilibrios se cubrían con redescuentos del Banco Central y, cuando las entidades no podían cancelar la deuda, lo hacía la Provincia afectando fondos de coparticipación.
Mendoza tiene una producción primaria con poco valor agregado, salvo un sector de la vitivinicultura que registra un alto nivel de competitividad basado en la calidad de los productos y en las bondades del terruño, que sobreviven a cualquier política, buena o mala. Incluso, los beneficios que ha conseguido, como la devolución de las retenciones a las exportaciones o la suspensión del impuesto interno a los espumantes, van atadas a inversiones o mejoras que deben ser demostradas, lo que, al menos, genera beneficios a la sociedad.
Pero Mendoza está atada porque gracias a la promoción y los diferimientos, otras provincias avanzaron en producciones similares pero aumentando la oferta sin calidad. Muchos olivos plantados en algunas provincias no contienen los mínimos de ácido oleico exigido por las normas internacionales, y esto es algo que no han podido solucionar. Otras plantaciones, directamente fueron abandonadas.
Mendoza debe salir de la trampa de producir commodities en el desierto y en minifundios, porque ésa es la fórmula de la pobreza. Hay que pensar un perfil productivo distinto, mejorando lo actual, pero entrando en otras modalidades industriales de alta tecnología.
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lunes, 12 de marzo de 2012
El fracaso del modelo productivo (Mendoza)
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