Editorial I del diario La Nación
Ninguna
disidencia sobre el pasado debería comprometer el porvenir de la
Argentina y un diálogo al que obcecadamente se niega el Gobierno
Los
hombres cambian con mucha más facilidad de ideas que de estilo,
orgánico como es éste a la persona. Por eso las esperanzas generales de
quienes no comulgan con el gobierno nacional, sumadas a las de quienes
se les han ido apartando, paso a paso, con los años, están más puestas
en la renovación de las tendencias decisorias de la sociedad, que en las
eventuales transformaciones personales de funcionarios en edad adulta.
Los recientes cambios en el gabinete nacional son, en
cierto modo, una muestra de ese particular estilo y de la conocida
obcecación de la Presidenta para ignorar algo básico en toda democracia,
como el valor civilizador del diálogo.La inseguridad es por lejos la principal preocupación de los argentinos. Lo confirma una flamante encuesta de la consultora Graciela Römer & Asociados, realizada en el orden nacional, mediante 1350 consultas telefónicas, según la cual el 77% de las personas considera a aquel flagelo como preocupación central, seguido por la inflación.
Sin duda Cristina Kirchner tardó demasiado en darse cuenta de este padecimiento. Debimos esperar hasta el acercamiento de los tiempos electorales para que la Presidenta de la Nación despidiera de la cartera de Seguridad a una ministra desgastada por sus sobradas muestras de ineficacia como Nilda Garré.
Sorprendió por eso el premio que se le dispensó a la ministra, quien pasará a ser embajadora ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Pero más todavía llamó la atención la designación como ministro de Seguridad de Arturo Puricelli, quien como ministro de Defensa fue corresponsable del papelón de nuestra Fragata Libertad en su última gira y principal responsable del fracaso de la campaña antártica, comentado el jueves pasado en esta columna editorial.
Ya no sorprende, pero sí indigna que ante la gravedad que registra el problema de la inseguridad, el Gobierno no haga nada por transformar la lucha contra la delincuencia en una política de Estado, basada en consensos amplios entre las distintas fuerzas políticas. Pero cuando un gobierno entiende que el diálogo es interpretado como una señal de debilidad, difícilmente pueda pedírsele que dialogue.
¿Qué ejemplo a una sociedad carcomida por la inseguridad puede dar un Gobierno que no duda, con una cada vez más llamativa frecuencia, en apoderarse de lo ajeno, violentando el derecho de propiedad que consagra nuestra Constitución?
El "Vamos por todo" dice, valga la redundancia, todo. Se ha hecho explícito en la última parte de esta década desperdiciada y novelada, pero comenzó con el aliento oficial a ocupar empresas altivas frente al poder político flamante y avasallante y hasta con la destrucción de alguna comisaría y, más tarde, con los "vatayones militantes" y la complicidad con lo peor de las barras bravas del fútbol.
El "Vamos por todo" es el sucedáneo moderno del " Credere, obbidere, combatere " de las camisas negras del fascismo. La creencia en el relato, para el engaño; la obediencia, para la sumisión, y la disposición a combatir, como advertencia de que no se prescindirá de medios para una enfermiza acumulación de poder: negación de recursos fiscales a intendentes y gobernadores con juicio propio; suma del poder público, a través de la utilización de los decretos por los que el Gobierno se arroga las facultades del Congreso de la Nación; destrucción, hasta donde fuera posible, de la prensa y de la Justicia ajenas a los dictados de la Casa Rosada.
El "Vamos por todo" pretende humillar con lenguaje arrebatado a quienquiera que se cruce en el camino de las ideas deletéreas que dispara, pero no excluye a nadie aquiescente con sus propósitos, aunque haya estado en alguna provincia o en otra parte al servicio de la "dictadura", como la ministra Alicia Kirchner, o del presidente de los denostados noventa, como gran parte del alto elenco oficial.
El "Vamos por todo" es el caldo de cultivo para grescas inadmisibles como la que se produjo semanas atrás en la Cámara de Diputados de la Nación, entre opositores y el jefe del bloque oficialista. Es la consigna que anestesia la vergüenza de los gobernantes cuando altos funcionarios del Estado irrumpen con violencia en Papel Prensa, o se despacha un nutrido equipo de inspectores y policías para allanar, con voluntad intimidatoria, el domicilio de dos periodistas de TN.
No es lo peor la sensación de miedo que este ejercicio del poder pueda causar entre los destinatarios de la intemperancia gubernamental. Hay un momento en que los miedos terminan por neutralizarse: ahora los temores cunden como parte del estupor con el que se siguen, desde los cuadros oficiales, las derivaciones de investigaciones que, por la naturaleza de los sucesos ocurridos, iban a abrirse, tarde o temprano. Lo más grave es que un país con el potencial extraordinario del nuestro quede trabado en sus posibilidades creativas y aprovechamiento en plenitud de las circunstancias excepcionales que ha brindado el mundo a la Argentina en estos años, por la intolerancia y la insensibilidad para comprender que no hay bien superior que la paz interior.
Esa paz es el objetivo superior por el que deben luchar los argentinos y ninguna disidencia sobre el pasado justifica en ese sentido comprometer el porvenir..
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