martes, 3 de enero de 2017

El Conicet no debe concentrar toda la investigación

Por Hilda Sabato - La Nación
Las universidades resignaron su lugar en la definición de políticas científicas y en la creación de conocimiento.

En los últimos días, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) ha ocupado un lugar destacado en los medios, y ello por las peores razones. El Gobierno decidió disminuir significativamente el número de nuevas vacantes para ingresar en la carrera del investigador científico en relación con la tendencia observada en los últimos años, lo que desató la protesta generalizada de amplios sectores del ámbito científico y, muy en particular, de quienes se consideraron afectados directamente por esa decisión. 

El conflicto duró varios días y se desactivó cuando las autoridades ofrecieron una solución al reclamo al otorgar unas 500 becas por un año a los que en este concurso quedaron fuera del cupo de ingresantes establecido y con la promesa de estudiar en ese plazo la situación de cada uno de ellos.

De esta manera, el Gobierno pateó la pelota para adelante y eludió encarar la cuestión de fondo acerca de la política científica a seguir en los próximos años y del papel que cumple el Conicet en ese marco. Si bien las declaraciones del ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Lino Barañao, incluyeron algunas referencias a la necesidad de revisar la dirección que el gobierno anterior venía siguiendo en materia de investigación científica, éstas fueron ambiguas y confusas. Así, no inscribió la medida cuestionada en una propuesta explícita de cambios en ese sentido, de manera que todo quedó reducido a un asunto de índole presupuestaria.

Por su parte, desde el ámbito científico, la reacción fue rápida y hubo sucesivos pronunciamientos contra la medida del Gobierno. Además de reclamar por el bajo cupo establecido para nuevos ingresos a la planta del Conicet, estas declaraciones incluyeron denuncias por el recorte del presupuesto, por la drástica reversión de la tendencia reciente a incrementar año tras año las vacantes para entrar en la carrera de investigador y por lo que se consideran medidas que atentan contra el desarrollo científico del país. Sin embargo, poco y nada se ha dicho sobre el estado en que hoy se encuentra la investigación científica en la Argentina en su conjunto ni sobre los cambios habidos en la última década en el lugar que ocupa el Conicet en ese marco y en relación con otras instituciones del sistema, como las universidades y otros organismos públicos, como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la Comisión Nacional de Energía Atómica y el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), entre otros.

Se podrá argumentar que ante la urgencia de los hechos estos temas pueden quedar para después. No es así. El conflicto puso al desnudo uno de los problemas centrales en este sentido: a lo largo de la última década (años más, años menos), el Conicet se fue convirtiendo en el canal obligado para todo el que quisiera dedicarse a la investigación científica. Obtener una de sus becas y luego el ingreso en la planta de investigadores devino prácticamente en la única opción posible para llevar adelante una carrera científica. Tan es así que quienes no entraron en el Conicet porque no alcanzaron el puntaje fijado este año como mínimo para ingresar enunciaron su reclamo en términos laborales: se consideran "despedidos" y privados de sus lugares de trabajo.

La distorsión es evidente: no se trata, como se ha dicho, de "trabajadores expulsados", sino de potenciales ingresantes a una planta que hoy no ofrece lugares suficientes para incorporarlos. Esta formulación en clave laboral tergiversa los términos del problema a la vez que soslaya una cuestión central: la falta de alternativas para los jóvenes científicos. Durante estos últimos años esa falencia se vio compensada, pero a la vez reforzada, por el incremento sustantivo de la planta del Conicet, que casi se duplicó entre 2007 y 2015. Esta tendencia a la expansión del consejo ha sido y sigue siendo celebrada por distintos sectores del ámbito científico, pues ha favorecido la formación de nuevos investigadores y su inserción profesional en el marco de esa institución. Sin embargo, y más allá de la actual coyuntura, habría que preguntarse por las consecuencias de una política que ha llevado a una concentración cada vez mayor de las actividades de promoción y desarrollo científico en ese organismo estatal.

Mientras tanto, otras instituciones con responsabilidades en ese terreno lo han ido abandonando. Pero de eso no se habla. En primer lugar, las universidades. Éstas dedican casi todo su presupuesto a sueldos, la mayoría de los cuales se asignan a docentes con dedicación parcial, esto es, sólo para dar clase. Las dedicaciones exclusivas que permitirían la realización de tareas de investigación son cada vez más excepcionales. Los programas de becas y subsidios a proyectos que varias de las grandes universidades nacionales llevaron adelante en las décadas de 1980 y 1990 se han reducido notablemente, con escasas excepciones. Y ese vacío lo ha ido ocupando el Conicet, que provee a las universidades de la mayor parte de los recursos humanos y materiales para la investigación, en el marco de estrategias de selección, incorporación y sostenimiento propias de ese organismo. Las universidades han resignado así buena parte de su poder en materia de definición y desarrollo de política científica y de su responsabilidad en una de sus misiones fundamentales: la creación de conocimiento. Algo similar ha ocurrido con otras instituciones del sistema estatal, para no hablar del sector privado, que, a diferencia de lo que ocurre en otros países del mundo, aquí siempre se desentendió de las actividades de investigación y desarrollo.

Este escenario no ha sido el resultado de decisiones consensuadas públicamente, sino de las tendencias que de hecho se fueron imponiendo en la última década a partir de la actuación de muy diversos actores de los ámbitos educativo y científico. Mientras hubo dinero para alimentar el crecimiento del Conicet y voluntad política de hacerlo, todos parecíamos contentos. Ahora que un nuevo gobierno decide otra cosa, no atinamos sino a exigir volver a lo anterior y, por lo tanto, a reclamar que el consejo siga engrosando su planta y sus recursos. Sin embargo, más no es necesariamente mejor.

La situación a la que se llegó merece ponerse en discusión para evaluar los alcances de las políticas recientes y sus consecuencias en el conjunto del desarrollo científico y tecnológico del país y para abrir el debate sobre el camino a seguir. El tema no es monopolio del Gobierno ni de los científicos, sino del conjunto de la sociedad argentina (y de sus órganos de expresión y representación), que hoy en su mayoría sólo se entera de estas cuestiones en coyunturas de conflicto abierto y lo hace de la peor manera: con información escasa y sesgada y sin posibilidad alguna de intervenir.

Historiadora

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