Por Héctor Huergo - Clarin.com
El lector consecuente habrá contabilizado el profuso espacio que esta columna le asignó a los biocombustibles en el último cuarto de siglo. Arrancamos con aquél “Ponga un choclo en su tanque”, la primera nota (en 1991) sobre etanol de maíz que por entonces hacía sus pininos en los EEUU.
Un tiempo después proponíamos el biodiesel (“ponga un poroto en su tanque”), contando cómo se abría paso el Diester (B30) en Francia. La soja era la cuarta parte de lo que es hoy, pero se veía un aluvión en el horizonte.
Eran años en los que se acumulaban grandes excedentes agrícolas, fruto del avance tecnológico motorizado por los enormes subsidios que recibían los productores de los países desarrollados. Había más vendedores que compradores. Sufríamos. La esperanza estaba en la aparición de nueva demanda.
La imaginábamos en los biocombustibles. Más allá de proponer una oportunidad de negocios para los “first movers” (los pioneros, que son los que siempre hacen la diferencia), nos seducía la posibilidad de que el mundo comprendiera los beneficios ambientales de sustituir energía fósil por renovable.
Era duro, porque el petróleo valía apenas 12 dólares el barril. Recuerdo que en 1994, cuando me tomé un sabático para aceptar la presidencia del INTA, intenté convencer al Consejo Directivo (integrado por las entidades del campo y las universidades) de aceptar la donación de una planta piloto de biodiesel. No tuve éxito.
Volví a Clarín Rural y seguí con la saga. A principios del siglo XXI, el petróleo se fue a 100 dólares. Estados Unidos impuso el corte de la nafta al 10%. Hoy, un tercio de la cosecha de maíz, que no para de crecer, se destina a etanol. El petróleo bajó a 50 dólares, pero las plantas de etanol siguen a pleno.
En la Unión Europea se avanzó con el biodiesel, que digiere el 20% de la producción mundial de aceite. No quisiera imaginar el volumen de los excedentes agrícolas si esto no hubiera ocurrido.
La Argentina agarró pronto la onda. Como principal productor mundial de aceite, estaba cantado que convenía sacar aceite del mercado internacional, para defender su precio. Además del corte obligatorio, establecido por la ley 26.093, los grandes actores del complejo soja invirtieron en plantas de biodiesel.
Un proceso que rompe la molécula del aceite por medio de un catalizador (metóxido) que pronto se empezó a producir en el país. El subproducto de la elaboración de bio es la glicerina de soja, que hoy sustituye a la tradicional derivada del petróleo.
Las gigantescas plantas de crushing se convirtieron en verdaderos parques industriales, donde la producción de bioenergía se integra con la refinación de biomoléculas de extraordinario interés. Hoy la Argentina sigue siendo el principal exportador mundial de aceite, pero también de biodiesel y de glicerina. Además de liderar la oferta global de harina de soja.
Tomás Hinrichsen, un reconocido broker del mercado agroindustrial, sostiene que el biodiesel local significó en los últimos años un “premio” del 3% para el precio de la soja en la Argentina. Por su oficina pasó esta semana Michael Whitney, Gerente General de Musket, una compañía de Houston (Texas) que compra más de la mitad del biodiesel que la Argentina exporta a los EEUU.
El total que se embarca a ese destino en 2016 totalizará 1.500.000 toneladas, por un valor cercano a los 1.500 millones de dólares. Y es hoy por lejos el principal mercado. Musket tiene una extensa red de estaciones de servicio que abastece fundamentalmente a flotas de camiones.
En los últimos días, el precio del aceite en Chicago se disparó, fortaleciendo a todo el complejo. Fue porque la EPA (agencia ambiental de los EEUU) incrementó el standard de uso de biodiesel. Por suerte, la saga continúa.
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viernes, 9 de diciembre de 2016
Biocombustibles: Pocas ideas, pero fijas
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