Por Horacio Cardo |
Por Jorge Ossona - Clarin.com
Una de las consecuencias de la reestructuración económica comenzada hace cuarenta años fue la informalización progresiva de la fuerza de trabajo que afecta casi al 40 % de la población laboral. Entre las múltiples estrategias de supervivencia que rigen a ese segmento sobresale el cooperativismo.
El kirchnerismo procuró extenderlo mediante diversos programas como “Argentina Trabaja”. Dependiente del Ministerio de Desarrollo Social y destinado exclusivamente a la construcción de obras públicas, su ejecución quedo a cargo de los municipios. Miles de micro emprendimientos familiares y vecinales hasta entonces semiautónomos se inscribieron entusiastas en el proyecto aspirando a convertirse en prósperas “pymes”. Sin embargo, su implementación reveló su verdadera naturaleza, bien distinta a los elevados objetivos que prometía. El primer escollo procedió de los requerimientos organizativos y burocráticos para ingresar en el programa, solo accesibles a conocidos “expertos” que no eran sino los ubicuos punteros vinculados al municipio y a las denominadas “organizaciones sociales”.
Alexis, ex presidente de una cooperativa vecinal del GBA, nos describió las secuencias de la develación. “Ahí se empezó a ‘podrir todo’ (sic) porque aparecieron los de siempre: los punteros de los funcionarios, o los ‘satélites’ de los piqueteros”. Después, se terminaba recorriendo un camino conocido en las técnicas administrativas de la pobreza: “primero, te estructuraban, después, te fragmentaban; y, por último, te rompían (sic)”. Toda una hoja de ruta cuyo desenlace tornaba perceptible el sentido último de la reforma.
En teoría, las cooperativas eran redes sociales anteriores al programa y, por lo tanto, autónomas. Sus responsables debían tramitar su personería jurídica, matrícula nacional, inscripción en los organismos fiscales, y la eximición del impuesto a las ganancias. Luego, debían elegir una dirección integrada por un presidente, un secretario y un tesorero. La “estructuración” comenzaba precisamente en ese paso crucial: sus autoridades eran solo reconocidas en tanto aceptaran una serie de condiciones informales para, supuestamente, agilizar su puesta en marcha. “La primera imposición consistía en sumar ‘solidariamente’ a tus treinta o cuarenta socios un número equivalente de desconocidos. Ahí comenzaba el deterioro de tu autoridad porque tenías bajo tu ala a un montón de “truchos” que no se te reportaban y realizaban tareas ajenas a la finalidad de los proyectos: gente al servicio personal de los funcionarios y sus familias, militantes que no trabajaban a cambio de pequeñas comisiones por su inscripción; u otros que cumplían parcialmente con sus obligaciones percibiendo solo porcentajes recortados del subsidio. El paquete incluía también a inexistentes ‘cooperativistas de paja’ cuyas rentas terminaban en la caja o en el bolsillo del dirigente”.
La “fragmentación” de la cooperativa se plasmaba en los descuentos diferenciales de los depósitos extraíbles mediante tarjetas magnetizadas previamente acordados entre el Banco Nación y el municipio. Algunas organizaciones directamente retenían las tarjetas procediendo al pago personal y antojadizo de los estipendios a sus socios. La trampa proseguía con la entrega “asistencial” de insumos: “primero, te tiraban materiales de baja calidad y en cantidades insuficientes por el entongue entre el intendente y las empresas; con lo que las obras terminaban incompletas o mal hechas. Después, venían las reformulaciones autoritarias de los contratos reduciendo drásticamente el número de tus trabajadores genuinos en las obras. El resto se agregaba resignadamente a la arbitraria disposición de los funcionarios como choferes, placeros, barrenderos y demás servicios”.
Tenemos aquí la develación del primer sentido implícito del régimen: la reducción de gastos municipales mediante la tercerización de trabajadores mucho más baratos y dóciles por no estar sindicalizados. Indiscernible del segundo: la transformación de la cooperativa en un micro aparato que, sumado a los demás, configuraban un verdadero ejército de miles de militantes. “Si no asistías a los actos partidarios, cortes, marchas o escraches, empezaban los descuentos y la perdida de premios. Y no tenías derecho al pataleo porque el zorro cuidaba a las gallinas: la Federación de Cooperativas o la Central de Trabajadores de la Economía Social, que debían supervisarlas, estaban al mando de los líderes de movimientos sociales oficialistas. Ante el primer cuestionamiento del desvío ‘te rompían’, induciendo al resto a dejar tu organización. Luego, te denunciaban por malversación de fondos para arrancarte la renuncia a la dirección y reemplazarte por satélites que directamente le entregaban los libros al municipio para la confección de fracturas truchas. Por eso, ninguna cooperativa –remata Alexis- resiste hasta el día de hoy una auditoria seria”.
Con ello, se cerraba el círculo de su fagocitación por el Estado: las cooperativas terminaban conformando una gigantesca estructura de blanqueo de fondos ilegales para el financiamiento de la política. Tercerización laboral ajena a sus fines contractuales, politización autoritaria y malversación de fondos presupuestarios: por cierto, un desenlace bien distante de “la nueva conciencia colectiva” que decía auspiciar el programa y al “sueño autogestionario” prometido a sus socios.
Jorge Ossona es Historiador. Miembro del Club Político Argentino
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