Editorial del diario La Nación
Quien surja del próximo ballottage deberá emprender la dura tarea de restañar el profundo daño producido por el kirchnerismo a nuestra relación con el mundo
Todas las señales llevan a pensar que el próximo presidente del país dará un paso importante hacia el restablecimiento de nuestra política exterior, bastardeada durante 12 años de gobierno caracterizados por la falta de capacidad y de tacto, por caprichos y arrogancias, y por crear peleas supuestamente épicas propias de gobernantes de mirada corta y ambiciones personales largas, que lo único que han logrado es alejarnos del mundo.
A la luz de cómo se vienen dando los últimos acontecimientos políticos, no es descabellado pensar que, sea Daniel Scioli o Mauricio Macri el próximo jefe del Estado, otra será nuestra estrategia frente a los grandes temas de la agenda internacional. El desprecio constante de Cristina Fernández de Kirchner por esos vínculos absolutamente indispensables para cualquier país y su preferencia por gobiernos con pensamiento afines a sus tejes y manejes, nos muestra como apenas un furgón de cola de autoritarismos nefastos como, por ejemplo, el venezolano.
Con su soberbia y su reiterativa afición por reescribir la historia, nos ha transformado en objeto permanente de ironías y comentarios adversos por parte de muchos Estados. Sus desaciertos de fondo y forma han sido mayúsculos. El actual canciller, Héctor Timerman, es probablemente el peor de la historia argentina.
Basta recordar que, en tanto ministro de Relaciones Exteriores, es uno de los principales responsables del acuerdo ilegal suscripto con Irán, con la finalidad oculta de beneficiar a terroristas al servicio de ese país, acusados de haber perpetrado el ataque contra la AMIA, el 18 de julio de 1994.
A ello se suman actitudes absurdas de búsqueda de rédito personal, como cuando hizo el ridículo generando un grave entredicho con Washington. Alicate en mano, Timerman se subió a un avión militar norteamericano, en Ezeiza, al que se le secuestró material destinado a un curso de entrenamiento que militares estadounidenses iban a brindar a efectivos de la Policía Federal.
Con esa maniobra, el canciller intentó demostrar frente a las cámaras de televisión que él mismo había convocado, que existía una presunta "intromisión" norteamericana en nuestros "asuntos internos". Sin suerte, simplemente porque no fue así. Pero el escándalo ya había recorrido el mundo. Cuatro meses después, el Gobierno decidió devolver a los Estados Unidos el material incautado. El daño en la relación ya estaba hecho.
A ello se suma una grotesca denuncia realizada por Timerman y por su par de Justicia, Julio Alak, contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), acusando a ese respetado órgano técnico independiente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) de formar parte de un "complot", de "una operación contra el proceso electoral en marcha en la Argentina.
Según ambos funcionarios, la citada Comisión montó una "burda operación político-mediática" con el fin de "violar la veda electoral". Mediante ese nuevo brulote diplomático, el Gobierno pretendió frenar el encuentro convocado a instancias de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) y la Fundación Poder Ciudadano para analizar la situación del Poder Judicial en nuestro país. El Estado, que había sido invitado a participar, no sólo decidió no ir, sino convertirse en un obstáculo. Un despropósito más, una vergüenza mayor. La CIDH no violó ninguna veda porque no se rige por las leyes de nuestro país. Quien sistemáticamente la violenta es nada menos que nuestra propia Presidenta usando la cadena nacional para promocionar a los candidatos de su partido.
El Gobierno, una vez más, ha recurrido a la provocación para intentar tapar la desvergüenza: la lamentable intromisión del Poder Ejecutivo en el Poder Judicial. Ha hecho lo imposible por cooptarlo, dañando su independencia e imparcialidad. Es cierto que muchísimos jueces, fiscales y funcionarios del área se han mantenido ajenos y han resistido con entereza y coraje estos aprietes, pero el perjuicio inferido es demasiado profundo. Con su más reciente y burda maniobra contra la CIDH, el Gobierno busca ocultar lo ya inocultable: el constante ataque a la Justicia con el fin de someter a sus integrantes a los designios del poder político.
El daño que 12 años de kirchnerismo han impreso a la credibilidad internacional de nuestro país ha sido letal. Es hora de empezar a revertir esa situación, de que la política exterior deje de estar al servicio de los intereses de gobernantes ocasionales y se transforme en lo que debe ser: un instrumento estratégico al servicio de los intereses permanentes de todos los argentinos.
Quienes nos gobiernan no son dueños del voto de los ciudadanos, ni de los sueños de los habitantes, ni mucho menos del Estado al que deben administrar. No son tampoco dueños de la verdad. Son sólo nuestros mandatarios y así deben obrar.
Que la Argentina se reinserte en el mundo será una tarea ardua, pero imprescindible. Quienes han quedado como opciones para el ballottage han dado muestras de racionalidad. Debemos exigirles compromiso y que cumplan con la palabra empeñada.
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viernes, 30 de octubre de 2015
Una política exterior bastardeada
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