El peronismo no lo dirá nunca, pero llegó a dos conclusiones. La primera es que necesitará de un largo tiempo para construir un liderazgo, del que carece, y un programa nuevo si no quiere atarse a los perdidosos paradigmas de Cristina Kirchner . La otra conclusión es una asignatura pendiente: demostrar que puede convivir con un gobierno no peronista sin complicarlo a este ni condenarlo a un final prematuro.
Al revés de lo que muchos temían (que los recientes resultados electorales lo convirtieran en insufriblemente soberbio), el Gobierno aceptó que las victorias parlamentarias son una cosa y otra la aritmética parlamentaria. Si Mauricio Macri quiere hacer reformas en la política argentina (económicas, sociales e institucionales), debe admitir que necesita la complicidad del peronismo y de los sindicatos. Casi todas las reformas que propuso requieren la aprobación del Congreso, donde el oficialismo sólo conquistó una minoría más robusta.
Esas necesidades mutuas han creado un clima de meganegociaciones en el universo político, en el que oficialismo y oposición están conversando permanentemente. Hablan no sólo los políticos, sino también los técnicos. Del gobierno nacional, de cada una de las gobernaciones provinciales y de los distintos bloques parlamentarios. El objetivo es llegar a la firma de un acuerdo durante la jornada de mañana. Según referentes opositores y oficialistas, es probable que se firme un acuerdo global entre el gobierno federal y las provincias argentinas, aunque algunos temas podrían ser apartados para seguir con las conversaciones. No será un Pacto de la Moncloa (que respondió a otro contexto histórico y a otra realidad nacional), pero no es menos significativo que la política argentina esté hablando y sus protagonistas acepten las reglas de cualquier negociación: todos deben ceder algo.
Desde 1983, el diálogo entre los principales dirigentes políticos argentinos fue sólo una excepción y no la regla de la convivencia. Una excepción fue la especial relación que tejieron, entre 1987 y fines de 1988, el entonces presidente Raúl Alfonsín y el jefe del peronismo renovador, Antonio Cafiero. Otra vez Alfonsín, ya como líder opositor, volvió a protagonizar un período de acuerdo con el entonces presidente Carlos Menem por la reforma de la Constitución de 1994. El resto de un tiempo que abarca casi 34 años fue de duros enfrentamientos entre los distintos gobiernos y sus opositores. El período más aislacionista fue, sin duda, el de los Kirchner, que usaron el argumento de que todos los opositores representaban la "vieja política" para no hablar con nadie y gobernar a su antojo. No es una novedad menor, entonces, el actual espectáculo de una vasta negociación.
El aspecto más fácil de las conversaciones actuales es el que se refiere a temas institucionales. La reforma de la ley del Ministerio Público fue el primer acuerdo entre el oficialismo y gran parte de los senadores peronistas. La percepción de que esa ley saldría con el acuerdo del peronismo es lo que empujó la renuncia de Alejandra Gils Carbó, una funcionaria sólo defendida por el núcleo duro del kirchnerismo. Falta ahora que el Gobierno proponga a su sucesor (o sucesora).
El peronismo recibiría como un gesto de reconocimiento a su aptitud negociadora si el postulado fuera el constitucionalista Alberto García Lema, un jurista de extracción peronista, pero respetado por casi todos los partidos que importan. García Lema se ha propuesto, si llegara al cargo de jefe de los fiscales, dedicar su gestión a la lucha contra la corrupción y el narcotráfico. Hay otros candidatos, como el juez Ricardo Recondo y varios fiscales de carrera. La aprobación del nuevo procurador necesitará, de todos modos, de la mayoría absoluta (37 votos) del Senado, si la reforma de la ley del Ministerio Público resulta aprobada por el Congreso. El Gobierno requerirá entre 12 y 15 votos más que los que tendrá en la Cámara alta. Necesitará, en fin, de algunos senadores peronistas.
La parte más complicada de la negociación es, como siempre, la que tiene que ver con el dinero. Sin embargo, todas las provincias (incluidas, sobre todo, las peronistas) destacaron la importancia de bajar el monumental déficit fiscal y frenar la inflación. Las conversaciones se complican cuando se llega a algunos impuestos que podrían afectar economías regionales. Es el caso de Tucumán con el impuesto a las bebidas azucaradas, que afectaría a su principal industria, la del azúcar, y a la producción de limones, también utilizados por las fábricas de gaseosas. Ese impuesto también es rechazado por provincias patagónicas productoras de manzanas y peras, que son materia prima de bebidas azucaradas. Cada impuesto nuevo o viejo que se toca tiene sus afectados. La mayoría de las provincias peronistas están reclamando una solución política al Fondo del Conurbano. Es decir, no quieren una solución judicial, que necesariamente resolverá hacia un lado u otro.
El Gobierno encontró una fórmula para ir devolviéndole a Buenos Aires gradualmente un monto de 65.000 millones de pesos, que se alcanzaría en 2019. Es un monto enorme de dinero extra que el gobierno de María Eugenia Vidal utilizaría en obras de infraestructura, sobre todo en cloacas y agua corriente. La fórmula es neutra para el resto de las provincias, pero el peronismo no ignora la carga política potencial que tendría esa cantidad de dinero si fuera bien administrada. En rigor, Macri no le está haciendo ahora un favor a Vidal, sino a sí mismo. Si consiguiera mejor calidad de vida para el conurbano bonaerense, donde el 40 por ciento de sus habitantes son pobres, no sólo estaría haciendo una obra justa. También estaría sembrando la semilla de sus votos para la reelección en 2019. Al peronismo no lo desvela esa posibilidad; sabe que le será muy difícil encontrar un líder ganador y un proyecto nuevo para competir en las próximas presidenciales.
La línea roja del peronismo son los sindicatos. La buena relación con los gremios es lo único que gobernadores y legisladores peronistas no están dispuestos a perder. Los sindicatos están negociando con el Gobierno, aunque tienen reparos a algunas reformas fundamentales en las relaciones laborales. Nadie se explica por qué el Gobierno decidió enviar una ley de reforma laboral al Congreso y no se conformó con una negociación sector por sector con el sindicalismo. De todos modos, ninguna ley de reforma laboral pasará por el Congreso sin la aprobación previa de los gremios. Los sindicatos hacen duras declaraciones públicas, pero están negociando con más vocación que la que aparece. Esa es la novedad importante dentro de un clima de sucesivas y paralelas negociaciones.
Una parte del peronismo, al menos, estaría dispuesta a refrendar la nueva forma de liquidar los aumentos a los jubilados. Esa fórmula nueva tendría en cuenta la inflación y los aumentos se aplicarían cada tres meses, no cada seis, como ahora. Esa franja del peronismo entendió que la moratoria de Cristina Kirchner para los que no hicieron aportes (que duplicó el número de jubilados) no es sustentable en el tiempo sin una forma distinta de liquidar los aumentos. Aquella decisión de Cristina fue populista e injusta, porque terminó perjudicando a los que sí hicieron aportes. La última novedad es, entonces, que las negociaciones tienen la dosis de realismo de la que suele carecer la política argentina.
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