domingo, 1 de abril de 2012

El negocio

Por Ernesto Mallo - Perfil.com
En estos días, el Reino Unido celebra la última vez que ganó una guerra. Como suele suceder, la victoria se debió más a los errores argentinos que al talento británico. El error determinante de la derrota fue el incidente de las Georgias del Sur. Si se hubiera mantenido el plan de invasión original, es probable que Gran Bretaña hubiera perdido las Malvinas. Meryl Streep no habría ganado otro Oscar y la vergonzosa retirada de los militares y sus secuaces del poder se habría postergado.

Desde los años 70, Londres había perdido interés por sus colonias. En noviembre de 1976, un grupo perteneciente a la Fuerza Aérea Argentina hizo tierra en la isla de Thule y construyó una pequeña base donde pusieron a flamear la celeste y blanca. No fue hasta diciembre que los británicos supieron lo que había pasado. Hubo protestas diplomáticas, se discutió la legitimización de la ocupación, pero no se llegó a nada. El primer ministro James Callaghan se negó a mandar a los Royal Marines a terminar con el asunto. En la ONU, diplomáticos de ambos países discutían la posibilidad de transferir la soberanía de las Malvinas a Argentina, reteniendo Gran Bretaña la administración local. Todas estas señales les hicieron pensar a los militares argentinos que era posible recuperar las Malvinas mediante una invasión.

En 1981 el gobierno militar se caía a pedazos, en el plano internacional la administración Carter y diversos organismos de derechos humanos habían puesto al descubierto al terrorismo de estado; el gobierno de Reagan no tenía interés en Latinoamérica; la economía estaba en ruinas, la deuda externa había trepado a casi 50 mil millones y se habían acabado los créditos; la industria nacional era otra desaparecida; la pobreza y la desocupación escalaban posiciones día tras día y la población comenzaba a superar el miedo y protestaba airadamente por las calles.

El Plan Original. Para la recuperación de Malvinas se había pergeñado la Operación Goa. El nombre proviene de la provincia más pequeña de la India que en 1961 llevó a cabo una acción militar que terminó con los 451 años de dominio portugués. Este plan preveía la invasión para mayo o julio de 1982, cuando el invierno austral sopla con su máxima furia y con la custodia del Malvinas, el rompehielos HMS Endurance, ya retirado de servicio. Se había ideado también la ocupación previa de las islas Georgias del Sur disimulada como un emprendimiento civil. Cuando la planificación le fue encargada al vicealmirante Juan José Lombardo, actualmente procesado por delitos de lesa humanidad, el marino dijo que debía desestimarse la operación encubierta a fin de no perder las ventajas del factor sorpresa y darles a los ingleses la oportunidad de reforzar las islas.

El 20 de marzo, Lombardo se enteró horrorizado que un grupo de trabajadores del empresario Constantino Davidoff habían desembarcado en la isla con un contrato para desguazar una estación ballenera. Era la cobertura para un grupo de combate, Los Lagartos, que lideraba un oficial de destacada participación en la guerra sucia: el teniente Alfredo Astiz, un hombre a quien le encanta aumentar su fama con declaraciones escandalosas. Esa sed de protagonismo lo llevó a izar en aquella remota isla la bandera argentina que alertó a los ingleses. Así, un buen plan, pensado para ser ejecutado en el momento oportuno, fue reemplazado por un mal plan ejecutado en el momento menos oportuno.

Mientras tanto, en Londres. El periódico ruso Estrella Roja bautizó a Margaret Thatcher como “la Dama de Hierro”, pero en 1982 estaba un poco oxidada. Con ya tres desgastantes años en el poder y a uno de las siguientes elecciones, su administración estaba en serios problemas. Las medidas económicas que implementó produjeron una aguda recesión y niveles inéditos de desempleo. La desregulación del mercado financiero, las privatizaciones, la flexibilización laboral, el desmantelamiento de la industria y el ataque frontal que dirigió contra los sindicatos hicieron que su popularidad se desplomara. Una guerra era exactamente lo que necesitaba, y ésta no podía pintar mejor: bajo su mando, el león británico enfrentaría nuevamente a una pandilla de torturadores fascistas como lo hizo Churchill contra los nazis. Hizo flamear el emblema canalla de Alfredo Astiz y, con dotación completa, las naves del imperio se hicieron a la mar en Southampton.

Los enteraos. Los andaluces tienen un mote para ese tipo que sabe de todo y de todo da cátedra: “El enterao”. En la Argentina, al “enterao” debería considerárselo plaga nacional. Cualquier cosa que suceda genera espontáneamente una cantidad de “especialistas” en la materia que se trate. Durante la guerra de Malvinas surgieron por todas partes como flores venenosas. Las tácticas y estrategias bélicas eran pan comido para nuestros entendidos que discurrían sobre armas, equipamiento, aviación militar con el fondo de la marchita de Malvinas “Argentinos a vencer”, aunque desde el principio estábamos vencidos. Pero lo más grave fue el triunfalismo. Quien osó manifestarse en contra de la guerra, quien no profesó una fe ciega en el triunfo argentino, quien puso en duda la justicia de la gesta, el heroísmo de nuestros militares o el valor de nuestros soldados, fue blanco del oprobio, tachado de traidor, expulsado de taxis, distanciado por sus amigos. Era la Argentina contra Inglaterra, los íbamos a llenar de pepinos y el que no saltaba era un inglés. Y fue así nomás, porque durante 73 días celebramos la guerra como una fiesta: les ganamos, les hundimos, les rompimos el culo y los derrotamos con nuestra viveza y con nuestro ingenio. Una lástima, el día 74 perdimos.

La derrota. En cuanto aparecieron tres soldaditos por las Georgias, Astiz sacó la bandera blanca. El general Mario Menéndez cumplió su juramento, defender las islas hasta las últimas consecuencias: la llegada de los Royal Marines. Los militares argentinos, después de siete años de una dictadura criminal y sangrienta que destruyó la economía y la industria, la cultura, la educación y las vidas de miles de personas, dieron con la guerra de Malvinas la última demostración de su acabada ineptitud y de su irremediable estupidez. Sólo en este sentido les ganamos a los ingleses, porque mientras nuestros genios militares salían de la Rosada con el rabo entre las patas, Thatcher ganaba las dos siguientes elecciones gobernando y destruyendo la economía inglesa durante ocho años más. Hoy Gran Bretaña no podría llevar adelante otra campaña como la del 82, porque simplemente no tiene con qué. Una de las industrias que Thatcher destruyó fueron los astilleros. Ciudades enteras no saben qué hacer con los grandes establecimientos que se derrumban en las aguas. La única esperanza es que algún inversor árabe o chino los convierta en shoppings gigantescos. No tiene ahora de dónde sacar 42 naves de guerra, 22 naves auxiliares y 62 barcos mercantes. Entonces tenía dos portaaviones, hoy ninguno. El poder marítimo de Gran Bretaña estaba basado en una industria que, como la Atlántida, yace hoy en el fondo del mar. La Argentina, cuyas fuerzas armadas han quedado reducidas a un símbolo en el que nadie cree, no le pueden hacer la guerra ni a un cuartel de bomberos.

Ahora Cristina. Debemos saber que las guerras nunca se hacen por los motivos declamados. En 525 a.C. el dramaturgo griego Esquilo lo dijo: “En la guerra, la primera víctima es la verdad”. Todas las guerras se hacen en nombre de Dios, siempre por poder y dinero. Afortunadamente no hay muchas posibilidades de que estalle una guerra, pero aún así la verdad agoniza. A Gran Bretaña le conviene el conflicto. Está en franca decadencia, Alemania le ha sacado enorme ventaja en todas las cuestiones de política y economía internacional. Cameron tiene que calmar a los sectores más duros de su propio partido mientras arregla sus entuertos con los vecinos de Europa. El conflicto le brinda la oportunidad de reeditar el viejo orgullo británico, la última victoria.

La administración K ya lleva 9 años en el poder. Cristina ha demostrado una gran capacidad para reciclarse y superar las crisis, muchas veces provocadas por su propia interna, y para resistir los embates de una oposición empresaria de considerable poder, pero que no cuenta con una oposición política mínimamente capaz o significativa. El desgaste se siente. Malvinas es un tema que promueve la adhesión al gobierno. Sí lo hizo con Galtieri, que no dejó de darle palos a los trabajadores hasta dos días antes de la invasión, qué no hará por Cristina. Las Malvinas están en el inconsciente colectivo, las bases las quieren, son un factor aglutinante e insuflan entusiasmo, y esas son cosas que nunca le sobra a ningún gobernante. La estrategia K ha consistido en un constante trabajo en la base, cosa que no sabe hacer ningún otro sector político, incluido el resto de los peronistas. Cristina y David Cameron “malvinizan” la agenda política porque la pelea les da grandes beneficios y distrae la atención de temas urticantes.

Lo que en verdad está en juego. En el manejo de la cuestión el gobierno nacional tuvo algunos aciertos: los acuerdos con Mercosur y Unasur y dejar en claro que el tema es la explotación de los recursos naturales. Pero también algunas metidas de pata: prohibir la entrada de productos británicos, cuando hay insumos industriales básicos de ese origen es perjudicial para nuestra industria. El morenismo no afloja. No dejar entrar a nuestros puertos a naves inglesas puede ser una medida celebrada por la popular, pero le quita a Ushuaia muchos ingresos como puerto antártico, lugar que Punta Arenas no deja de ambicionar y que podemos perder. El bloqueo a buques ingleses puede producir situaciones incómodas en la región. Con toda seguridad, Chile no se va a plegar, Uruguay ya ha dicho que no, y en la medida en que perjudique las economías de otros vecinos, también se retirarán.

Borges dijo sobre la guerra del 82 que era “la pelea de dos calvos por un peine”. La ironía, acertadísima en el momento, puede dejar de serlo si a los pelados les crece el pelo. Lo que está en juego en el futuro es la Antártida. La zona está protegida por un tratado internacional que prohíbe su explotación. Pero es dudoso que siga siendo eficaz cuando comiencen a escasear los recursos que allí se encuentran. Entonces lo que prevalecerá serán las posiciones ya consolidadas y, como siempre, la fuerza.

Ahora la cuestión es insistir y presionar para que haya negociaciones. Hay que discutir hasta el fin con un interlocutor que está muy entrenado en política internacional. Esas difíciles negociaciones deben ser conducidas con inteligencia, con prudencia y considerando el futuro. La gran incógnita es si nuestros gobernantes podrán resistir la tentación de la grandilocuencia y los gestos heroicos y si enterados y triunfalistas son capaces de cerrar la boca.

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