Luego de 12 años de kirchnerismo, el legado económico más complicado para Macri es el déficit fiscal más alto del último medio siglo, agravado por una presión impositiva impagable que financia un gasto público homérico, producto esencialmente de un empleo público de más de 4.000.000 de personas (casi 30% del total del empleo en el país) con una bajísima productividad.
A poco más de 30 días del comienzo del gobierno de Cambiemos, ha sido clara su correcta intención de reinsertarse en Occidente (negociación con los holdouts, participación en el Foro de Davos, condena de la violación de derechos humanos en Venezuela, denuncia del pacto con Irán). También tomó una clara decisión de disminuir las discriminaciones más groseras contra el campo argentino y las economías regionales bajando retenciones y eliminando los ROE. Además, logró eliminar el cepo cambiario sin tensiones, lo cual sirvió para enseñar, una vez más, que no es la libertad sino las malas políticas económicas lo que genera crisis. En definitiva, hay una dirección estratégica adecuada para el funcionamiento económico.
Luego Macri ha abordado con un enfoque gradualista lo que sería el gran "nudo" macroeconómico de corto plazo, que es el atraso tarifario, el atraso cambiario y el déficit fiscal. Con relación al atraso tarifario, el ministro de Energía, Juan José Aranguren, ya anticipó que sería corregido de manera gradual a partir de febrero. En lo que se refiere al atraso cambiario, la devaluación del 30% del peso podría considerarse como el primer round de una política de corrección gradual del tipo real de cambio. Pero, en materia del déficit fiscal, el conjunto de medidas adoptadas y las que se anunciaron hasta ahora tienden a agravar el desequilibrio heredado de 8% del PBI o 400.000 millones de pesos.
El gran gasto público no está en los subsidios a la energía (aunque hay que eliminarlos, porque hay que pagar por lo que las cosas valen) por 150.000 millones de pesos anuales, sino lo que se denomina el "peso" del Estado en la economía, o sea, la suma de empleados públicos ($ 900.000 millones al año en salarios), de bienes y servicios que consume el Estado ($ 200.000 millones) y la obra pública ($ 200.000 millones), cuyo total por $ 1.300.000 millones es casi 10 veces los subsidios a la energía y representa el 60% del total del gasto público.
No hay duda de que en los $ 400.000 millones entre bienes y servicios y obra pública, o sea la "patria contratista", hay mucha corrupción para eliminar mediante procesos licitatorios cristalinos que eviten los sobreprecios dirigidos muchas veces al financiamiento espurio de la política. Pero mucho más en los $ 900.000 millones de salarios, además de "ñoquis" y gente que ocupa lugares en el Estado sin ton ni son.
En la necesaria y urgente racionalización del empleo público, las provincias tienen mucho para aportar porque representan más del 60% del total del empleo público estatal. Es más, cuanto más dependientes son las provincias de la coparticipación federal de impuestos (o sea, cuanto menos recaudan a nivel local), mayor es la cantidad de empleados públicos que tienen sin función específica que cumplir ni destino alguno. Son una suerte de agencia de empleo para el señor feudal de la comarca, mediante la cual gana elecciones y se enriquece, mientras la importancia del sector privado se reduce a sólo proveer de los fondos (impuestos) necesarios para sufragar ese gasto clientelar y corrupto.
A la sociedad le cuesta entender que un empleado público "ñoqui" o que no tiene nada que hacer no sólo es una estafa al contribuyente, sino que es de una ineficiencia extrema porque se le está quitando al sector privado un ingreso que podría asignar con mucho más criterio y eficiencia que el Estado, generando más trabajo y empleo productivo. Es falso que un empleado público menos sea un desempleado más. No hay ningún motivo para pensar que el sector privado no lo contrataría.
A su vez, ese empleado público que del Estado pasa a trabajar en el sector privado no sólo se va a considerar más íntegro y digno, sino que al generar más valor agregado y más ganancia, pagará más impuestos y de esa manera la carga tributaria se distribuiría de manera más equitativa con el sector privado en blanco.
En la Argentina rápidamente recurrimos al Estado como solucionador de todas nuestras penurias, y ni hablar si una de ellas es el empleo. Esto encierra un equívoco conceptual mayúsculo. El Estado no debería estar para generar "ñoquis" permanentes y restarle mano de obra al desarrollo privado, sino para un empleo limitado y calificado para proveer bienes públicos de calidad en la seguridad, la Justicia, la diplomacia, la educación básica y la salud básica. Nada más.
Por si fuera poco lo anterior, el sector privado argentino que está en blanco no puede pagar aquel "peso" del Estado en la economía ni el resto de las transferencias que el Estado realiza (subsidios y jubilaciones), que suman 47% del PBI, porque se trata de una sociedad de ingresos medios a bajos (PBI per cápita inferior a US$ 10.000), y como tal no puede soportar una presión impositiva de más de 55% del PBI, es decir, trabajar más de la mitad del año sólo para pagar impuestos. Esta cifra es récord en la historia argentina y la más alta del mundo, incluso respecto de los países más desarrollados del globo, como los de la OCDE.
Un Estado eficiente e impositivamente pagable es clave para una apertura al comercio mundial, porque como los impuestos no se exportan, a mayor presión impositiva y a mayor ineficiencia en los servicios del Estado, menos chances de competir con el mundo. Eso nos aleja de la apertura comercial, que tiene una importancia vital para el crecimiento alto y sostenido en el largo plazo.
Como ha quedado demostrado luego de 80 años de decadencia y una crisis cada 10 en el último medio siglo, la Argentina no tiene futuro si combina sustitución de importaciones y un Estado elefantiásico. Nuestro futuro está en un Estado de tamaño moderado y una apertura en serio al comercio mundial. Y a esta altura esto ya es una decisión política, porque la evidencia a favor es contundente.
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