Por Julián Guarino, Subeditor de Finanzas, Buenos Aires, jguarino@cronista.com
El boom del consumo, –que no es boom legítimo sino consumo inducido–, tiene un lado “B” del que poco se habla, al menos por ahora. La inercia inflacionaria que se vive en nuestro país, la gran (y creciente) emisión de pesos con la que se acompana la dinámica de la actividad económica, la estabilidad nominal del tipo de cambio, la apreciación real del peso argentino, las tasas de interés reales negativas y hasta la flexibilización del crédito a corto plazo han aceitado la maquinaria del gasto. En otras palabras, hoy es mucho más “barato” gastar el dinero que ahorrarlo, es decir, el costo de oportunidad de hacerlo es cada vez más bajo en comparación con otras alternativas, por la misma lógica que opera cuando en un contexto inflacionario, alguien que tiene pesos en el bolsillo decide utilizarlos sólo para no perder poder adquisitivo. Lo que sea: motos, autos, bicicletas, jabón en polvo o chicles jirafa. Todo vale para escaparle al incremento de los precios.
Se abre así paso al fenómeno del desahorro, que implica una descapitalización futura y por lo tanto, una pérdida presente.
Esto implica necesariamente que el público, en mayor cuantía que la estimada, muy pronto se encontrará más pobre y descapitalizado de lo que se pensaba a priori, todavía ilusionado por la maquinaria del “deme dos”, pero sin la posibilidad de defender su patrimonio o, en todo caso, de renovarlo con nuevas compras, afectado por el endeudamiento sin control y la pérdida del poder adquisitvo.
Los datos ya asoman y asombran. No sólo se ha recortado en las últimas semanas el consumo promedio, sino que el motivo por el que se ha dado esta merma es contundente: existen grandes capas de la población de ingresos medios y medios-bajos, que se han endeudado en los últimos meses y que, al desconocer los mecanismos que rigen el costo financiero, se ven en una situación desventajosa para cancelar los crecientes intereses que les genera esa deuda. Esto trae aparejado para algunos sectores de la población un flamante escenario donde los nuevos ingresos generados ya no se utilizan para seguir consumiendo, sino para cancelar las crecientes proporciones de viejas deudas.
Una evidencia de esto se esconde en el mercado del crédito en la Argentina. A lo largo de esta década, la participación del crédito a largo plazo fue perdiendo peso hasta quedar reducido. Una serie histórica de datos del Banco Central registra que hoy apenas $ 1,7 pesos por cada 10 que se prestan en el mercado de crédito bancario se destina a las líneas de préstamos más largas. Esto es una tercera parte de los casi $ 5 por cada 10 que se volcaban a este tipo de financiamiento a fines de la convertibilidad. En rigor, este último año sólo el 10% del aumento del flujo de crédito es de largo plazo: las cuotas, las promociones de las tarjetas de crédito, el éxito de los fideicomisos financieros y los préstamos otorgados por los propios comercios minoristas y mutuales han hecho el resto y lo han impulsado a niveles récord de casi el 5% del PBI.
Del lado bancario no hay mea culpa: la destrucción del Coeficiente de Estabilización de Referencia (CER) y, por ende, de los instrumentos financieros para protegerse de la inflación, ha empujado al sector a volcar la liquidez en crédito al consumo.
Habría más variables para analizar desde lo cuantitativo. Sin embargo, resulta igualmente relevante analizar en qué gastaron su dinero los argentinos, una pregunta que involucra conclusiones alarmantes y que propone la nula posibilidad de capitalizarse que implica la compra de electrodomésticos, celulares y todo tipo de bienes de consumo rápido. A la vez, cierto desconocimiento de las alternativas de inversión posibles, tasas inexistentes para los plazos fijos y un contexto inflacionario que goza de “buena salud”, le siguen proponiendo al argentino promedio la tentadora salida del consumo.
Existe la responsabilidad del Gobierno. Ayudado por la liquidez internacional, el alza de los precios de los commodities, se digita una tasa de devaluación doméstica en un nivel menor a la de la inflación. En esta línea, también se ha mantenido artificialmente baja la tasa de interés. Esto también ha granjeado niveles de consumo récord, manteniendo así una demanda que supera a la oferta. Mantener este ritmo de consumo –y empobrecimiento– tiene un costo. El empobrecimiento futuro será el precio a pagar.
Fuente: Cronista.com
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