Por Andrés Cisneros, Dante Caputo - LA NACION
No alcanza con tener una estrategia de acercamiento al Reino Unido, es necesario sostener un plan de reivindicación territorial activa
El 2 de abril quedará como una exasperada impotencia, el intento agónico de hacer valer un derecho de la peor manera posible: con el sacrificio imperdonable de vidas inocentes, cuando no había ninguna posibilidad de imponerse.
Desde entonces, hay quienes evocan esa fecha con nostalgia (lo contrario de la esperanza), a falta de algún éxito en la reivindicación argentina. Al fin se ha comprendido que con tener razón no basta, algo más hay que hacer. Pero deberíamos entender que no todos los males vienen de la intransigencia británica, porque el éxito sobrevendrá cuando nuestro país ordene su vida interna, se reinserte con peso propio en el escenario regional y haga valer el prestigio que gane en consecuencia.
La idea o propuesta central de este artículo sostiene que con Gran Bretaña podríamos trabajar cooperativamente explotando conjunta o coordinadamente los recursos y -con la debida reserva de nuestros derechos- suspender todo enfrentamiento con el acuerdo de que dentro de 15 o 20 años ambas partes evaluarán el comienzo de la discusión sobre la soberanía. No sería ilusorio: Londres, en 1976, y la mismísima Thatcher, en 1981, ofrecieron soberanía inmediata semejante a Hong Kong, y la descartamos.
Foto: Eulogia Merle
Los tonantes histrionismos del kirchnerismo nada cambiaron. Hoy contamos con una política activa, en potencia exitosa, de acercamiento al Reino Unido, aunque todavía sin indicios que la vinculen a una reivindicación territorial capaz de arrojar resultados ciertos. La diplomacia no se agota en las buenas maneras: los acercamientos siempre han sido un medio, pero hay que destinarlos a un fin, una acción concreta que hoy no se ve. A menos que detrás de la agenda pública exista otra, reservada, que articule ambas cuestiones, sin que los reclamos de unos u otros involucrados traben las posibilidades conjuntas de avance. Muchas veces la diplomacia mundial funcionó así.
Acerca de los secretos inviolables, el barón de Münchhausen sentenció que "ese secreto nunca podrá ser develado porque guarda un hecho que no existió; un tal suceso no puede ser escondido y menos aún hallado". Paradoja del secreto perfecto, el que esconde algo que no pasó.
Ante la falta de información relevante, y revisando lo que hace este gobierno, se podría pensar que, además de lo que se muestra, hay gestiones reservadas en marcha, para crear las condiciones futuras, no necesariamente cercanas, de una discusión de soberanía que desplace el diálogo de sordos que caracterizó la última década larga. Naturalmente, si los isleños supieran esto, el gobierno de Theresa May terminaría abandonando esas tratativas. Si fuera así, sería erróneo pensar que no hay una política sobre las Malvinas, sino más bien, que está celosamente guardada porque su conocimiento público llevaría a su autodestrucción. Münchhausen puro y duro.
Quizás sea así, pero el quizás es muy leve, casi no existe. Lo más probable es que, sencillamente, no haya ninguna política, ya sea porque no interesa el tema o porque se ignora cómo hacerla. Antes de ser presidente, Macri dijo: "Nunca entendí los temas de soberanía en un país tan grande como éste [...] Las Malvinas serían un déficit adicional para el país". La frase puede irritar a muchos, pero él tenía todo el derecho a decirla y a algunos podría no parecerles insensata. Comparando los 2.800.000 km2 de nuestro territorio continental con los 12.000 km2 de las Malvinas se podría concluir que no parece justificarse un esfuerzo mayor. Macri incluso afirmó que mantener las islas sería muy caro, lo cual en el planeta CEO podría señalar -lejos de un beneficio- un peligro para la estabilidad macroeconómica del país. Después de todo, ¿cuál es la calidad del asesoramiento internacional a un presidente que, luego de una charla de pasillo con la premier británica, convocó a una conferencia de prensa para anunciar que acordaron discutir la soberanía?
El problema no está en lo que dijo, sino en la ausencia de una visión política. Las Malvinas son más que un territorio, su superficie y su costo, se necesita un criterio que exceda lo inmobiliario. En un país que se ha quedado sin "pegamento social," representan uno de los pocos temas que reúnen a una amplia mayoría de argentinos. La solución no es imposible, pero requiere de estadistas que posean "cierta idea de la Argentina".
Abstenerse de mantener la discusión de soberanía como condición previa a cualquier relacionamiento bilateral con Londres no supone debilitar el más firme de los reclamos en la ONU, los organismos internacionales, las universidades y la prensa internacional para mantener activada la opinión pública mundial, ese enorme dispensador de las prioridades que obligan al mundo a ocuparse. No existe nada más poderoso. Pero algunos gobernantes aún no comprenden lo que cualquier piquetero sabe desde hace años: "Es la opinión pública, estúpido".
Cualquier opción viable debería cumplir con algunas condiciones. La primera: una política debe ser realista, lo cual no implica que sea resignada. Debe hacer crudamente públicas las limitaciones, sin sazonarlas con expectativas triunfalistas incumplibles en el corto plazo. Soberanía en el segundo semestre, por favor no. Por ejemplo, si se desconoce el tremendo retroceso que implicó la toma de las islas el 2 de abril de 1982, se ignora la realidad. Nada desde 1833 hizo tanto mal como que una dictadura tenebrosa apelara a la fuerza para recuperar las islas. Los históricos prejuicios del mundo exterior sobre la Argentina -"fascista", "violenta", "intolerante", "pronazi"- terminaron validados por juicios bien fundados, con lo cual la gestión posterior de los gobiernos democráticos se tornó más difícil que nunca.
En segundo lugar, la política sobre los isleños. Nuestro país reconoce sus intereses, no así sus deseos, dado que llevarían automáticamente al reconocimiento del principio de autodeterminación (que para Londres parece no funcionar en Escocia), en detrimento del de integridad territorial que sostiene la Argentina. Sin embargo, el gobierno británico jamás discutirá la soberanía contra la voluntad de los isleños. En consecuencia, de lo que se trata es de ingeniar cómo los habitantes de las islas pueden cambiar también la suya y cómo les resultaría atractiva alguna forma gradual y creciente de integración, dentro de muchos años, entre ambas sociedades.
Alguien como Francisco no propone solamente que dialoguemos con los ingleses, como invitó a los norteamericanos y Cuba. También exhorta a que internamente generemos una política que trascienda al próximo gobierno y a varios subsiguientes. La más urgente política sobre las Malvinas es interna, no externa.
Quienes escribimos esta nota estuvimos enfrentados en muchas discusiones sobre las políticas de los respectivos gobiernos que integramos. Lo veníamos disputando desde que cursamos juntos la universidad. Podrá llamar la atención nuestra convergencia en lo que afirmamos en este artículo, pero lo dicho aquí es lo que pensamos para hoy, lo que creemos que debe ser hecho a partir de nuestra experiencia. Ambos venimos del mundo del análisis político, transitamos difíciles años de gestión y hemos reunido en ambos caminos suficiente sensatez como para estar hoy mucho más de acuerdo que enfrentados. Para argentinos y británicos -incluyendo a los isleños- no existe otro camino: el futuro es por ahí.
Caputo fue canciller durante la presidencia de Raúl Alfonsín y Cisneros, vicencanciller durante la presidencia de Carlos Menem
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