Por Diego Cabot, Francisco Olivera - LA NACION
Hizo historia. Julio Miguel De Vido, aquel arquitecto porteño que se crió políticamente en Santa Cruz, quedará en los libros que repasen los nuevos tiempos.
Fue, quizá, el empleado más obediente que tuvo Néstor Kirchner. "Obediencia De Vido", se ufanaba él mismo del rol que asumió siempre bajo el ala protectora de su jefe. Manejó gran parte del dinero y el futuro del país y estuvo presente en cada minuto de todos los argentinos durante 12 años. "Hablen con Julio" fue la frase que escucharon con pasmosa mansedumbre los principales empresarios argentinos durante una década. Funcionaba como una contraseña que los habilitaba a depurar detalles con el poderoso ministro de Planificación Federal.
Ayer pisó tribunales. Ahora corren otros tiempos; será Julio el que tendrá que hablar.
Conjugó unos pocos verbos en la política. El principal, obedecer. Ya era funcionario importante en Santa Cruz cuando Kirchner lo mandaba en las reuniones políticas a comprarle cigarrillos. De Vido hacía los mandados. Luego soportó que jugara con sus aspiraciones al removerlo de una candidatura a intendente de Río Gallegos, poco tiempo antes de que lo obligara a no asumir como diputado provincial, cargo que había conseguido en las elecciones. Obedeció y así llegó a manejar gran parte del país. Se sentó sobre una de las cajas más importantes de la historia y ejecutó cada uno de los pedidos del matrimonio Kirchner.
Fue el compañero invisible de todos los argentinos durante años. La electricidad, el gas, el teléfono fijo y el celular; las rutas y los peajes; los colectivos, trenes, aviones y camiones. Todo dependió de De Vido. Las viviendas sociales, el agua y las cloacas. La obra pública fue su reino.
Hizo de todo. Ganó experiencia aérea con Lafsa (aquella línea aérea que nunca tuvo aviones y jamás voló) y estatizó Aerolíneas Argentinas. Ensayó con Enarsa, la petrolera estatal tan oscura como un barril de crudo, y terminó por negociar la compra del Grupo Petersen de parte de YPF. Años más tarde, obedeció a Cristina Kirchner, su nueva jefa, y estatizó la compañía. No le importó dejar boquiabierto a Antonio Brufau, el CEO de Repsol; comían juntos y de un día a otro, dejó de atenderle el teléfono.
Compró gas importado hasta ocho veces más caro que el que producían los pozos argentinos y cortó el suministro de combustible a Chile ni bien asumió. Negoció con Bolivia y pagó miles de millones de dólares a barcos que iban y venían con gas licuado. Fue el hacedor de la relación con Venezuela. Creó la embajada paralela y llenó de discrecionalidad la agenda comercial bilateral.
Hizo historia. La Argentina perdió el autoabastecimiento energético y convirtió al país en neto importador. Florecieron millonarios negocios detrás de esa estrategia, la mayoría de ellos, afuera.
Se rodeó de fieles colaboradores a quienes les inculcó el verbo que lo hizo crecer: la obediencia. Los hombres del ministro se cansaron de expoliar empresarios, periodistas, sindicalistas y toda persona que se entorpeciera la orden del ministro.
Desde sus oficinas se cortó la electricidad y el gas a centenares de empresas y se decidió dejar a precio de monedas las tarifas de servicios públicos. Sus funcionarios entregaron obra pública a Lázaro Báez o viviendas a la fundación Sueños Compartidos. Desde esas oficinas se instaló la mentira como método de comunicar y la venganza como sistema para encolumnar a los díscolos.
Hablen con Julio se escuchó mientras duró aquel poder, que sólo empezó a ceder con el ascenso de La Cámpora. Los tiempos cambiaron. Ahora será Julio el que deba hablar.
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