Por Fabio Quetglas - LA NACION
La Argentina contemporánea se debe una reflexión sobre su orden territorial. Una deuda que desnuda el coyunturalismo extremo en el que se desenvuelven nuestros debates.
La vocación de un Estado por incidir en los asentamientos humanos de una manera razonable, construyendo incentivos adecuados, es una expresión superior de la política; es el modo de transformar palabras altisonantes (como soberanía o equilibrio) en desafíos concretos. En el caso argentino debería ser una prioridad de primer orden, no por una veleidad intervencionista, sino para garantizar la condición ciudadana a todos los habitantes vivan donde vivan.
Hace 30 años, un 16 de abril de 1986, el entonces presidente de la República anunciaba por cadena nacional la decisión de trasladar la capital del país a Viedma-Carmen de Patagones, y los argumentos que se enumeraban eran expresión de una noble vocación reformista.
La ambiciosa iniciativa no estaba librada de inconsistencias e improvisaciones, y desde luego que no todas las patologías territoriales argentinas se superarían con ese gesto político. Sin embargo, hay que destacar que su formulación daba por sentado que estamos frente a un problema a resolver, que bien puede ser la plataforma de una gran transformación económica y política positiva.
El proyecto se frustró en el pantano de la crisis hiperinflacionaria y sobre el fracaso se sucedieron todo tipo críticas, tanto de fondo como de sentido de oportunidad. Y si bien la mayoría de las experiencias de capitales trasladadas no ha dejado un saldo favorable respecto de los objetivos perseguidos, no es menos cierto que hoy el país es más macrocefálico que entonces, que el orden político en las provincias postergadas económicamente se hizo más rudimentario y que la dominancia metropolitana de la política no ha perfeccionado nuestro sistema institucional.
Tanto nuestro desequilibrio territorial como las dificultades para mejorar la administración pública (que bien podría verse facilitada frente a la mudanza planteada) son dos tareas pendientes que operan como un límite al desenvolvimiento de la democracia argentina. En el primer caso, por su incidencia determinante en el mapa de poder y, en el segundo, por su impacto en la calidad de las políticas públicas concretas.
El fracaso del Plan Viedma-Carmen de Patagones es sólo un capítulo especial de una cultura política incapaz de encarar reformas profundas. El aparato institucional argentino sólo muestra velocidad y creatividad bajo la amenaza de una crisis explosiva que haga inevitables las reformas o, aún peor, cuando la crisis ya se ha desplegado. La falta de sentido proyectual condiciona todas las respuestas. El traslado de la Capital nos obligaba a actuar justamente en sentido opuesto, si bien era una iniciativa que no debía concretarse de un día para el otro, nos ofrecía la posibilidad de pensar con un horizonte amplio.
Recordar con ecuanimidad aquel suceso nos deja, entre otras, dos lecciones: 1) las epopeyas nacionales deben ser sostenidas por una pluralidad política que permita su materialización en el tiempo y 2 ) presagiar el fracaso de los grandes desafíos no soluciona nada.
El fracaso del programa Viedma-Carmen de Patagones no abrió paso (hasta el Plan Belgrano) a una deliberación calificada en busca de soluciones, simplemente hizo más evidente el vacío de alternativas.
Miembro del Club Político Argentino
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