Por Anthony Banbury (Clarin.com)
Foto: Cascos Azules en la República del Congo. AP
He trabajado para Naciones Unidas la mayor parte de las tres últimas décadas. Fui encargado de derechos humanos en Haití en la década de 1990 e intervine en la ex Yugoslavia durante el genocidio de Srebrenica. Ayudé a dirigir la reacción ante el tsunami del Océano Índico y el terremoto haitiano, planifiqué la misión para eliminar el armamento químico sirio y más recientemente tuve a cargo la dirección de la misión contra el Ébola en África Occidental. Me importan fundamentalmente los principios con los cuales se ha concebido la ONU.
Y es por eso que he decidido irme. El mundo enfrenta una serie de crisis aterradoras, desde la amenaza del cambio climático hasta las zonas de generación de terrorismo en lugares como Siria, Irak y Somalia. Naciones Unidas tiene una ubicación excepcional para hacer frente a esos problemas y está haciendo un trabajo invalorable, como proteger civiles y proporcionar ayuda humanitaria en Sudán del Sur y en todas partes. Pero en cuanto a su misión general, debido a una mala gestión colosal, la ONU está fracasando.
Hace seis años obtuve el cargo de subsecretario general de apoyo a las actividades en el terreno, con base en Nueva York. No me era extraño el papeleo administrativo pero carecía de preparación para la borrosa nube de advertencias orwellianas y la lógica de tipo Lewis Carroll que gobiernan el lugar. Si se los encerrara en un laboratorio, un equipo de genios del mal no podría diseñar una burocracia tan enloquecedoramente compleja, que requiriese tanto esfuerzo pero al final fuera incapaz de producir el resultado buscado. El sistema es un agujero negro en el que desaparecen incontables dólares de impuestos y aspiraciones humanas que nunca volverán a verse.
Durante la epidemia de Ébola, yo me desesperaba por conseguir gente calificada en la zona, no obstante lo cual me dijeron que una integrante de la plantilla que trabajaba en Sudán del Sur no podía viajar a nuestra sede central de Accra, la capital de Ghana, hasta que le otorgaran una nueva autorización médica. Combatíamos una enfermedad que mataba a muchos millares y se corría el riesgo de que quedara fuera de control y sin embargo perdíamos semanas esperando que a una colega sana le entregaran sus formularios procesados.
Con demasiada frecuencia, la única manera de apurar las cosas es romper las reglas. Es lo que hice en Accra cuando contraté a una antropóloga como colaboradora independiente. Resultó valer su peso en oro. La práctica de entierros sin medidas de seguridad sanitaria era la causa de aproximadamente la mitad de nuevos casos de Ébola en algunas áreas. Teníamos que comprender aquellas tradiciones antes de intentar persuadir a la gente de que las cambiara. Por lo que sé, ninguna misión de Naciones Unidas había tenido jamás antes un miembro antropólogo; poco después que me fui de la misión, a la nuestra la dejaron partir.
Los jefes de multimillonarias operaciones de paz, con responsabilidades enormes en la terminación de guerras, no pueden contratar a su personal más cercano ni desplazar de funciones críticas a integrantes deficientes. Esto es señal de lo perversamente retorcida que es la burocracia, al punto de considerarse más peligrosas las decisiones vinculadas con el personal que la responsabilidad de conducir una misión de la que depende el destino de un país.
Uno de los resultados de esta disfunción es la mínima confiabilidad. En una gran misión de paz existe hoy un jefe de equipo manifiestamente incompetente. Muchas personas han tratado de librarse de él, pero a falta de un delito serio es virtualmente imposible despedir a alguien en Naciones Unidas. No tengo conocimiento de que en los últimos seis años se haya despedido a un solo integrante de actividades en el terreno internacional, ni siquiera sancionado por desempeño insatisfactorio.
El segundo problema serio es que se toman demasiadas decisiones por conveniencia política. Las fuerzas de mantenimiento de paz a menudo deambulan pesadamente a lo largo de años sin metas claras ni planes de retirarse, desplazando gobiernos, desviando la atención de problemas socioeconómicos más profundos y costando miles de millones de dólares. Mi primera misión de mantenimiento de paz fue en Camboya en 1982. Nos fuimos antes de los dos años. Ahora es una excepción que una misión dure menos de diez.
Fijémonos en Haití: no ha habido un conflicto armado en más de una década y sin embargo permanece allí una fuerza de Naciones Unidas de más de 4.500 individuos. Mientras tanto estamos fallando en lo que debería ser nuestra tarea más importante: colaborar en la creación de instituciones democráticas y estables. Se han postergado las elecciones en medio de reclamos por fraude y el primer ministro interino ha dicho que “el país enfrenta serias dificultades sociales y económicas”. El dispositivo militar no hace la menor contribución para resolver estos problemas.
Nuestro error más grave se da en Mali. A principios de 2013 Naciones Unidas decidió enviar allí 10.000 soldados y oficiales de policía en respuesta a la apropiación terrorista de zonas del norte. Inexplicablemente, enviamos una fuerza sin preparación previa en contraterrorismo y a la que se había dado instrucciones explícitas de no implicarse en eso. Más del 80% de los recursos de la fuerza se gasta en logística y autoprotección. Ya se ha matado a 56 personas del contingente de Naciones Unidas y es seguro que morirán más. En Malí, Naciones Unidas se hunde cada día más en su primera ciénaga.
Pero la cuestión que más me ha preocupado es lo que Naciones Unidas hizo en la República Centroafricana. Cuando en 2014 recibimos de la Unión Africana la responsabilidad del mantenimiento de la paz allí, teníamos la opción de elegir qué tropas aceptar. Sin un debate apropiado y por cínicas razones políticas se decidió incluir soldados de la República Democrática del Congo y de la República del Congo, a pesar de los informes de serias violaciones de los derechos humanos perpetradas por estos soldados. Desde ese momento las tropas de esos países han estado involucradas en la persistente violación y abuso de personas -con frecuencia chicas jóvenes-, a pesar de que para evitarlos se envió allí a Naciones Unidas.
En 1988, mi primer trabajo en Naciones Unidas fue como oficial de derechos humanos en campos de refugiados a lo largo de la frontera entre Tailandia y Camboya, investigando violaciones y asesinatos de pobres y desvalidos. Nunca hubiera podido imaginarme que un día iba a tener que tratar con integrantes de mi propia organización que cometieran los mismos crímenes o, peor, altos funcionarios que los toleraran por cuestiones de cínica conveniencia.
En vísperas de la elección de un nuevo secretario general este año, es esencial que los gobiernos, y especialmente los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, piensen con cuidado qué es lo que quieren de Naciones Unidas. La organización es una máquina de escribir Remington en un mundo de smartphones. Si la ONU va a hacer avanzar las causas por la paz, los derechos humanos, el desarrollo y el clima, necesita un conductor genuinamente decidido a reformar. El punto de partida debería ser la renovación de nuestro sistema de personal. El Secretario General Ban Ki-moon es un hombre de gran integridad y Naciones Unidas está llena de personas inteligentes, valientes y altruistas. Desgraciadamente, muchísimos otros carecen de la moral y la capacidad profesional para desempeñarse allí. Necesitamos que Naciones Unidas esté dirigida por personas para quienes “hacer lo correcto” sea lo normal y lo esperado.
Copyright The New York Times, 2016. Traducción: Román García Azcárate.
Anthony Banbury fue subsecretario general de las Naciones Unidas para Apoyo de Actividades en el Terreno.
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