Editorial del diario La Nación.
Resulta destacable la decisión de la UCR de expulsar a dos dirigentes cuya conducta significó un profundo daño para el partido, sus principios y valores
El Tribunal Nacional de Ética de la Unión Cívica Radical expulsó de las filas partidarias a los ex legisladores nacionales Leopoldo Moreau y Eduardo Santín.
Se trata de la máxima sanción prevista por la carta orgánica de la centenaria agrupación. No ha llamado la atención ese final en la controvertida trayectoria de Moreau en la UCR. Desde hace años era considerado allí el paradigma del provocador útil a los designios kirchneristas. Sus partidarios habían publicado recientemente una solicitada, en la que dicen: "No somos macristas. Somos yrigoyenistas y alfonsinistas", como si esa condición fuera compatible con un engendro tan curioso como el del kirchnerismo, al que por momentos resulta incluso difícil de asimilar al peronismo.
La decisión respecto de Moreau y de Santín fue adoptada hace dos meses y si no se conoció antes fue porque el entonces jefe partidario, Ernesto Sanz, recomendó retenerla a fin de que no interfiriera con la campaña electoral. Estaba tan en lo cierto que, en su primera reacción, Moreau afirmó que el castigo recibido "parece que lo escribieron Paul Singer, jefe de uno de los grupos de holdouts, y el primer ministro británico". Hay que recordar que este tipo de decisiones se halla previsto en las reglamentaciones de todos los partidos a fin de salvar un orden interno mínimo y principios políticos y morales cuya violación subvertiría la identidad de cualquier fuerza cívica.
El oportunismo político, en el que la avidez y la desvergüenza van de la mano, debe ser analizado desde una perspectiva más amplia que la de las motivaciones y las consecuencias que provocan quienes lo practican. El daño de quienes sacan provecho personal de las situaciones que les presenta la vida pública y que con admirable adaptación prosperan tanto en un régimen ideológico como en otro tiene un efecto corrosivo no sólo para la imagen de los partidos, sino también por la manera en que degradan el vínculo de confianza de la sociedad con sus representantes. Al practicar la politiquería como un subproducto de la política no hacen otra cosa que degradarla. Más aún, relegan la misión trascendental que ésta tiene, como lo es conducir a los pueblos, fortalecer las instituciones y administrar el patrimonio del Estado.
En su Enciclopedia de la Política, Rodrigo Borja Cevallos, jurista, diplomático y ex presidente de Ecuador, enumera las múltiples tácticas con las que los acróbatas de la política, como los llama, debilitan a los partidos y la calidad institucional del gobierno. "Acomodaticios y flexibles, lo importante para ellos es avanzar en términos de prebendas personales y sus principales armas son el mimetismo, la simulación y el servilismo. En las filas del oportunismo político se reclutan migrantes ideológicos, tránsfugas partidistas y servidores incondicionales de todos los gobiernos. Como son personas de geometría variable, no es raro que, después de agotadas sus posibilidades de usufructo, se conviertan en censores y críticos del gobierno al que sirvieron para favorecer los intereses del que vendrá".
El salto de Moreau al kirchnerismo, movimiento al que la UCR había calificado de "régimen populista autoritario, oportunista, corrupto, impostor e ineficiente", no es una excepción en un clima de cualunquismo electoral en el que tantos candidatos creyeron ver un futuro mejor apostando a otra ideología salvadora. Lo hacían olvidando algo fundamental: que la política es una rama de la moral y los partidos, la estructura sobre la cual las democracias modernas se sostienen en el tiempo.
Pero no alcanza con halagar la democracia. La demanda objetiva del momento, tanto para el gobierno de Cambiemos como para las otras fuerzas, es lograr que los partidos políticos, además de ser un elemento fundamental de representación, puedan proyectarse más allá de sus líderes circunstanciales. Todo país que apuesta al futuro exige una proyección en el tiempo.
La agenda tiene sus exigencias. Entre ellas, institucionalizar el proceso de toma de decisiones. Respetar el proceso de elección interna de los partidos. La búsqueda de consenso y del diálogo. La aceptación de que los partidos continúan siendo el mejor sistema de representación de los ciudadanos. La evidencia de que la estrategia de alianzas electorales no ha perdido vigencia, como lo demostró el gobierno de Macri. Prácticas como la militancia y el clientelismo quedarán relegadas en una sociedad que ya demostró, con la asistencia de las nuevas tecnologías, la rapidez con la que puede cambiar la adhesión de los votantes. Un salto de calidad institucional al que Moreau ya no puede aspirar.
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