Editorial del diario La Nacion.
Más allá del resultado de las urnas, el futuro liderazgo presidencial deberá dejar de basarse en un estilo autoritario para privilegiar el diálogo y los consensos
Las elecciones de pasado mañana constituyen una oportunidad histórica para el inicio de una nueva etapa que nos conduzca hacia una Argentina distinta, donde la percepción de los problemas y de sus posibles soluciones abandone las visiones simplistas tan caras al populismo, y donde los liderazgos ya no se basen en un férreo estilo de gobierno autoritario sino en la capacidad para el diálogo y la búsqueda de consensos por encima de las diferencias partidarias e ideológicas.
La situación del país que le espera al presidente de los argentinos que asumirá el 10 de diciembre es particularmente grave. La herencia que dejarán las actuales autoridades nacionales ofrece una rara mezcla de las marcadas divisiones sociales de distintas épocas pasadas -donde hasta los integrantes de una misma familia no se hablaban por diferencias políticas- con los peores momentos económicos a los cuales nos remite el actual desborde de las cuentas fiscales, el proceso inflacionario y la prolongada ausencia de inversiones productivas.
A la crisis de representación política y al deterioro de la autoridad presidencial que signaron el inicio del siglo XXI en la Argentina, el kirchnerismo respondió con la creación artificial de enemigos y con un creciente intervencionismo estatal, que confundió Estado con gobierno y gobierno con grupo gobernante. El principio constitucional de la división de poderes se convirtió en letra muerta para los ocupantes de la Casa Rosada en los últimos 12 años, al tiempo que los escándalos de corrupción no tardaron en evidenciarse ante el peculiar manejo de los resortes del Estado como si fuesen recursos de la familia presidencial, con los cuales se podía premiar a los amigos del poder y a los obsecuentes, y perseguir a los adversarios y a los disidentes. El copamiento de los organismos de control y el intento de apoderamiento del Poder Judicial fueron los tremendos indicadores de un régimen cuyos inspiradores buscaron blindar su retirada garantizándose impunidad.
En materia económica, el balance es hoy muy claro. La cultura inflacionaria se ha reinstalado con fuerza entre los argentinos, como fruto de la acción de un Gobierno que gastó mucho más de lo que ingresó a las arcas del Estado y que, bajo el disfraz de un falso desendeudamiento, terminó comprometiendo las reservas del Banco Central y los recursos de los futuros jubilados. La política de cepos al mercado cambiario y al comercio exterior terminó agravando las cuentas públicas aún más y restándole competitividad a la economía, más allá de la presión impositiva récord sobre muchos argentinos, entre quienes cabe mencionar como víctimas especiales a los asalariados de clase media y a los productores rurales.
Pese a los años de crecimiento a tasas chinas, impulsados por el viento de cola que representó durante la presidencia de Néstor Kirchner el elevado precio de las commodities agrícolas, la Argentina concluye el presente ciclo político con niveles de pobreza vergonzosos, sólo paliados por la vil estrategia de manipular las estadísticas y esconder a los desposeídos con la brutal excusa de que "el Estado no está para contar pobres" que esgrimió el impresentable jefe de Gabinete, Aníbal Fernández. Y, por si esto fuese poco, un nuevo actor, el narcotráfico, convive entre nosotros y extiende día tras día sus tentáculos mafiosos.
Empezar a resolver todas estas cuestiones, algo equivalente a volver a poner en marcha a la Argentina, requerirá enormes sacrificios de todos y una dirigencia política que no pretenda solucionar aquellos problemas con las mismas recetas que los generaron.
Quienquiera que llegue a la Casa Rosada deberá encarnar un liderazgo absolutamente distinto a los liderazgos que estamos acostumbrados a ver en la Argentina. Deberá anteponer la humildad y deponer la arrogancia. Deberá gobernar junto a los mejores, sean del partido que fueren, y no junto a los amigos. Deberá privilegiar el diálogo multipartidario y abandonar las mesas chicas del poder. Deberá buscar consensos políticos y sociales, dejando de lado el personalismo; escuchar antes que abrumarnos con cadenas nacionales. Deberá liberar a las fuerzas productivas en lugar de fomentar un intervencionismo asfixiante. Deberá procurar la máxima transparencia de los actos públicos, incluyendo las conferencias de prensa, y no seguir sembrando el oscurantismo. Y, fundamentalmente, deberá bregar por la unidad y la reconciliación de los argentinos, en lugar de gobernar desde el resentimiento. Porque la política no es otra cosa que ideas, diálogo, consensos y negociación, y debe dirigirse, antes que a la búsqueda del poder, a la construcción de políticas de Estado tendientes al bien común.
Ha terminado la época de los mesianismos. Se impone una nueva era, donde el odio deje de nublarnos la vista y el diálogo sea el eje de la reconstrucción.
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