Por Ezequiel Nino
| Para LA NACION
Los
funcionarios investigados alegan que hay que esperar a que se expida la
Justicia. Pero eso, desde que el kirchnerismo desmanteló los organismos
de control, puede ser sólo una forma de impunidad .
En este contexto de polarización política y críticas a los medios de comunicación, es posible que muchos ciudadanos tengan dificultades para hacer una evaluación propia sobre las denuncias de corrupción que comprometen a la administración pública nacional.
Tanto los voceros gubernamentales como los medios de comunicación más afines al Gobierno rechazan las acusaciones y las atribuyen a intereses espurios de esos medios masivos con los que se enfrentan y a los que acusa de manipular la opinión pública en beneficio propio. A su vez, sostienen que es la Justicia la que deberá definir la situación de los imputados, tal como debe ocurrir en un sistema republicano.
Para comenzar a esclarecer este escenario, abordémoslo por el final de esa descripción. Si la Justicia funcionara mejor, este ciudadano bien intencionado podría aguardar los pronunciamientos sucesivos de ese poder estatal para formar su propio criterio y tenerlo en consideración a la hora de elegir a sus próximos representantes. Sin embargo, como ya es conocido, los casos demoran un promedio de quince años en finalizar, y muchos de ellos terminan prescribiendo, lo cual representa un estado de impunidad evidente. Por lo tanto, ésa no es una opción válida para determinar la manera en que deberían examinarse esas acusaciones.
Más allá de que los poderes políticos actuales también tienen responsabilidad en ese ruinoso funcionamiento de la Justicia, pues no han propuesto reformas conducentes ni han impulsado denuncias contra los jueces que omiten investigar adecuadamente los delitos económicos, debe someterse a discusión si puede atribuirse alguna responsabilidad al Gobierno aún sin tener pronunciamientos judiciales.
¿Debe dar el Gobierno explicaciones públicas sobre los hechos que se imputan o está en su derecho de mantenerse en silencio como lo ha venido haciendo hasta ahora? En principio, la democracia representativa prevista en el artículo 22 de la Constitución Nacional supone una delegación por parte de los ciudadanos, quienes de esa forma gobiernan a través de las personas a quienes eligen. De allí, surge la exigencia que tienen los funcionarios públicos de rendir cuentas frente a aquéllos. Ante sospechas públicas que ponen en duda el cumplimiento fidedigno del mandato otorgado por la ciudadanía, la respuesta lógica sería una explicación que las disipe.
Además de solicitarle al funcionario responsable un informe de descargo y hacerlo público, el Estado debería abrir también una firme indagación interna a cargo de funcionarios ajenos a la repartición para que, además de exponer con mayor profundidad los hechos ocurridos, puedan determinarse eventuales responsabilidades administrativas de los funcionarios involucrados. Este tipo de responsabilidad, distinto del de responsabilidad penal, debe ser mejor desarrollado en la Argentina porque hasta ahora representa una materia pendiente. Como ocurre en otros países y debería ocurrir en el nuestro, un funcionario denunciado debe ser investigado dentro del propio poder al que representa y, sin esperar una condena criminal, puede ser cesanteado por incumplimientos en sus funciones.
No hacer esto, como ocurre actualmente, implica una omisión por parte del Estado que debe ser reprochada por los ciudadanos. Este gobierno desmanteló los organismos de control internos y externos y, por lo tanto, no existe una estructura adecuada para el control. En consecuencia, no hace falta esperar a que se demuestre la veracidad de esas denuncias para hacer cargo al Gobierno de la corrupción imperante, pues no ha puesto en funcionamiento un sistema de prevención y sanción sino que ha hecho todo lo contrario. El argumento que se escucha en medios afines al oficialismo, cada vez que aparece una denuncia, de que al no haberse probado la culpabilidad de los funcionarios imputados no existe responsabilidad alguna es manifiestamente falaz.
Además de esta certeza, corresponde distinguir la responsabilidad de aquellos funcionarios públicos que han sido elegidos directamente por los votantes (en el Poder Ejecutivo, el presidente y el vicepresidente; en el Poder Legislativo, todos los diputados y senadores) y la de aquellos que han sido escogidos indirectamente (los ministros, secretarios, subsecretarios, secretarios legislativos, entre otros). La Presidenta es la máxima responsable de rendir cuentas por los hechos ocurridos en el Poder Ejecutivo y les debe exigir a sus subordinados que le brinden explicaciones para poder adoptar decisiones sobre ellos si éstas no son adecuadas.
Aunque con menores potestades, los legisladores tienen herramientas para reaccionar frente al silencio de los funcionarios del Poder Ejecutivo. Pueden solicitarles informes, interpelarlos, requerir a la Auditoría General de la Nación que efectúe una investigación propia o, incluso, iniciarlas en comisiones especiales que se formen dentro de su propio seno. La tradición parlamentaria indica que quienes son oficialistas mantienen obediencia partidaria e intentan obstaculizar los planteos opositores.
Sin embargo, esa lealtad de pertenencia va contra el interés público y no los exime de responsabilidad. Si hay dudas sobre el uso de los recursos públicos, los legisladores deben actuar en consecuencia. Recaerá en los votantes la tarea de identificar a aquellos diputados o senadores que se movilizan para cumplir con sus funciones de control y a aquellos que no lo hacen.
En definitiva, las defensas que consisten en afirmar que "hay que esperar a que se expida la Justicia" son escapatorias pedestres, ordinarias e irreverentes sobre el lugar que ocupan esos funcionarios frente a los verdaderos dueños del erario. No debemos aceptarles esas explicaciones ni a los sospechados ni a quienes tienen el deber de actuar proactivamente y no lo hacen. A estas alturas de la gestión de gobierno, nadie de buena fe debiera considerar que la presente administración no es responsable por la grave situación de corrupción que vivimos.
© LA NACION.
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