(Editorial del diario La Nación) - Con
más demagogia e ideología que criterios fundados, el Gobierno celebra
haber cercenado otro derecho reconocido por nuestra Constitución
La inmadurez es un signo de la política
nacional de estos tiempos. Se manifiesta como en ningún otro lugar en
el elenco gubernamental, pero se hace también un espacio en los partidos
de oposición. Lo prueban los ecos suscitados por el relevamiento
catastral y dominial de tierras fiscales dispuesto en aplicación de la ley sancionada con el voto favorable del oficialismo y sus aliados, en 2011.
Quedó demostrado así que la limitación establecida por la ley de tierras de que los extranjeros tengan como límite el 15 por ciento sobre el total de la superficie territorial para acceder a su titularidad y posesión, está lejos de haberse alcanzado. Esto se ha celebrado con olvido total de que la Argentina cobró su enérgico impulso desarrollista con la Organización Constitucional de 1853
En la del 60, cuyo artículo 20, aun por fortuna en vigor, comienza diciendo: "Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano, pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos, navegar los ríos y costas, ejercer libremente su culto, testar y casarse conforme a las leyes".
La liberalidad de ese enunciado marcó rumbos en el derecho constitucional comparado del siglo XIX y explicó el vertiginoso crecimiento de este país, que en 1910 -en el Centenario? generaba un cincuenta por cierto de riqueza por encima del resto de las economías de América latina. Hoy, muchos políticos, encabezados por quienes han situado con sus hazañas a la Argentina entre los países más corruptos, regulados e inseguros, y con tasas descomunales de tributación fiscal y despilfarro en el gasto público, baten gozosos el parche para que no haya más tierras en manos extranjeras.
¿En nombre de qué superstición "nacional y popular", de la que ha pretendido apropiarse el controvertido jefe del Ejército con ignorancia de lo que significan las fuerzas armadas facciosas, se acuerda tal importancia a un asunto al que los fundadores de la República relegaron en aras de intereses superiores?
¿O es que más extranjeros con posesión y usufructo de tierras no pagarían impuestos, renunciarían a la tecnología que multiplica los índices de productividad, o estarían, por la sola condición foránea, al margen de impulsar con su trabajo y capitales el progreso genuino, y no el camuflado de una pesadísima burocracia estatal? ¿O perturbarían, por si fuera poco, el orden público sin el cual son inconcebibles las sociedades razonablemente organizadas?
Es llamativa la cháchara oficialista sobre materias como ésa cuando las fronteras del país son coladores por los que penetran, sin salvaguardia alguna para los argentinos, gentes de las que no se toma nota sobre sus antecedentes en el país de origen y vienen, en general, a hacinarse en las grandes urbes, agravando así los índices de marginación, pobreza y de carencias sanitarias. Y, sin embargo, esas mismas gentes, según encuestas de las Naciones Unidas, terminan haciendo más esfuerzos que las familias vernáculas para que sus hijos reciban una educación que los prepare para la vida. Lograr de ese modo que la prole responda, por su parte, con mejores calificaciones que los chicos de nacionalidad argentina en las escuelas de estamentos bajos de la sociedad. Gran lección la de aquellos extranjeros, procedentes de países de la región, a los que se suele mirar con recelo.
En momentos en que parece abrirse en el comercio internacional un ciclo descendente de precios agrícolas, y para las materias primas en general, el oficialismo, ávido por hacer negocios políticos de todo tipo con la tierra, está llegando esta vez tarde para sus oscuros propósitos. Ha hecho perder al país una década malgastando lo que expolió del campo y sólo le queda el gesto demagógico de exaltar que sólo en cinco provincias -Misiones, Corrientes, La Rioja, Catamarca y Salta- el porcentaje de tierras en manos de extranjeros supera el 10%, aunque sin quebrantar el límite del 15%. Aun pasando por alto que en más de uno de esos cinco casos los porcentajes se deben a la participación de actividades mineras en suelos en que no crece nada, ¿están peor, o no, tales provincias por el dato de que haya más tierras trabajadas por capitales extranjeros?
Como ya hemos dicho desde estas columnas, si lo que preocupara realmente son los recursos naturales argentinos, debería legislarse con más seriedad sobre su utilización. A la luz de la ley de tierras, contraria a preceptos clarísimos de nuestra Constitución, uno podría sospechar si lo que se busca en un futuro es aplicar este tipo de esquemas a emprendimientos de carácter industrial o comercial bajo el pretexto de que generan un beneficio colectivo o que su propiedad en manos de extranjeros representa un peligro para nuestra soberanía.
Se ufana el Gobierno de lo que en realidad es otro freno a la inversión extranjera en tierras justo cuando, en contradicción con una política de invocación nacionalista con la cual alardeaba hasta ayer mismo, ha firmado por el yacimiento de Vaca Muerta un contrato con cláusulas secretas. Y más aun: ha renunciado a la jurisdicción de los tribunales argentinos con la empresa que en términos históricos mejor simbolizaba la estrofa partidaria de "combatiendo al capital". Se ufana de lo que por sí ha de imponer, sin necesidad de ley alguna, la cruda realidad económica si las actividades agropecuarias pierden en el porvenir inmediato interés como consecuencia de la suma de los costos internos que vienen creciendo de forma desmesurada y siguen bajando, al mismo tiempo, los precios internacionales.
Así las cosas, con el cierre de un ciclo histórico que el kirchnerismo aprovechó para sus réditos políticos inmediatos, pero no para relanzar al país hacia una era de desarrollo sostenido, el Gobierno apenas será en adelante un perro del hortelano. A los inevitables padecimientos propios por torpeza de carácter no podrá ya conjugarlos a costa de una sociedad productiva a la que impidió aprovechar uno de los giros cíclicos más afortunados para la Argentina que se hayan conocido en los últimos cien años.
Cuando se llega a ese punto, resulta infantil argumentar a favor o en contra de si los extranjeros no pueden tener en sus manos, como indica la ley de tierras, más de 1000 hectáreas en la zona núcleo o, en otras partes" el "equivalente", como si fuera, además, posible una ecuación matemática de esa naturaleza.
Es hora de que los argentinos impongamos a nuestros mandatarios la necesidad de despojarse de perimidas ideologías y abstracciones disparatadas y fomentar, como lo hicieron los constituyentes de 1853.
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