lunes, 13 de mayo de 2013

Un manual para construir enemigos

Por Rodolfo Terragno ESCRITOR Y POLITICO- Diario Clarín


Fabricar demonios es un modo de adquirir identidad, galvanizar las bases y distraer la atención para que no se vean errores ni fracasos.



El taxista paquistaní no sabía cómo era ni dónde quedaba Italia y le preguntó a Umberto Eco: “¿Quiénes son los enemigos de ustedes?” El escritor explicó que, desde hacía siglos, Italia no estaba en guerra con nadie. El taxista no entendía.

¿Cómo era posible que un pueblo no tuviera enemigos?
Dice Eco que, apenas se bajó del taxi, se arrepintió de su respuesta. “No es verdad que los italianos no tengamos enemigos. No tenemos enemigos externos, o no logramos ponernos de acuerdo para decidir quiénes son, porque estamos siempre en guerra entre nosotros mismos”.

Tiempo después, en la Universidad de Bolonia, Eco dio una conferencia titulada “Construir el enemigo”. Había descubierto que, a menudo, “para definir la propia identidad” hace falta “tener un enemigo”. O varios, como el taxista, que odiaba a indios, israelíes y armenios.

El que duda de su identidad “elige como enemigo a cualquiera que no pertenezca a su grupo con tal de reconocerse a sí mismo”. Es por eso que “cuando el enemigo no existe”, le resulta imperioso “construirlo”.
Juan Domingo Perón –erigido en los 50 en Enemigo Público Nº 1 y víctima de una proscripción que duró dieciocho años– era, él mismo, un gran constructor de míticos monstruos. Sostenía que el mundo estaba “manejado desde las Naciones Unidas” por “la sinarquía internacional”, en la cual involucraba al “comunismo, el capitalismo, el judaísmo, la masonería y la Iglesia Católica, que si le pagan entra”.

El actual gobierno es más puntual que su antepasado. Construye enemigos coyunturales, en algunos casos usando pedazos de verdad; en otros, forjándolos. Así fueron apareciendo, en los últimos años, varios demonios: El campo, que intentó “desestabilizar a la Patria”.

La prensa crítica, que es una “corporación” corrupta, al frente de un infame “monopolio”.

Los “fondos buitres”, que “generan dolor y tristeza”.

El arzobispo Bergoglio, que pretendía llevar “a la Argentina a tiempos medievales” e instaurar “la Inquisición”.

La Justicia, que “le ata las manos al Estado” con el fin de dar un “golpe institucional”.

El Presidente de la Corte Suprema, que tiene “ambiciones presidenciales” y no deja su cargo.

Las consultora privadas, que “inventan” cifras de inflación para “aterrorizar” al público.

Los especuladores, que van a las “cuevas” a convertir su “dinero negro” en dólares.

La relatora de Naciones Unidas sobre Justicia, que se “entrometió” en asuntos internos “con clara parcialidad”.

Fabricar demonios, o aprovecharse de los que se ha ganado, permite que el Gobierno eclipse errores y fracasos.

Los opositores no necesitan más que un enemigo –el propio Gobierno–, pero la mayoría de ellos no sabe cómo usarlo. La mayoría de ellos le grita, lo insulta, promete destruirlo, pero por ahora sólo le asesta unas pocas piedras.

Tanto el Gobierno como sus detractores deberían aprender que la confrontación no es siempre eficaz.
Es cierto: los enemigos no sólo proveen una entidad sino que permiten galvanizar a los partidarios, porque es más fácil luchar contra un demonio que defender proyectos.

Sin embargo, el mecanismo no siempre funciona. El gobierno de Richard Nixon, en los Estados Unidos, elaboró “listas de enemigos” con el fin de difamarlos y causarles daños políticos o económicos. La primera lista, preparada por los consejeros presidenciales Charles Colson (llamado “el hacha de Nixon”) y John Deen III, se limitaba a 20 oponentes, incluyendo la cadena CBS de televisión y el actor Paul Newman. Le siguieron listas mucho más largas y Deen fue haciendo un digesto de todas ellas, dividiendo a los enemigos en categorías y grados de “peligrosidad”. Los incluidos en las listas negras de Nixon fueron sometidos a calumnias y persecución impositiva; las corporaciones sospechadas sufrieron, además, limitaciones arbitrarias que entorpecieron sus actividades.

El investigador Robert L. Perry estudió el fenómeno y asegura que fue la construcción de tantos enemigos la que “creó una atmósfera envenenada y dio origen al escándalo de Watergate”.
En ese caso, los ataques a los medios, el hostigamiento impositivo y las restricciones a las empresas fueron medidas contraproducentes. Terminaron, así es, en un escándalo.

No deberíamos seguir, en la Argentina, el mismo camino.

El país clama a gritos una dirigencia con la visión y la honestidad necesarias para emprenderla contra nuestros verdaderos enemigos.

La pobreza, que desnutre, humilla y frustra.

La ignorancia, que hace creer en hechiceros y hechiceras.

La violencia, que mutila y mata.

La inseguridad, que amenaza y paraliza.

La injusticia, que premia el horror y castiga la inocencia.

La corrupción, que degrada y nos degrada.

La droga, que corroe cuerpo y alma.

El narcotráfico, que destruye poco a poco el tejido social. Es contra esos demonios que se debe luchar.
Hacerlo implica emprenderla contra las causas. A veces (es cierto) eso requiere desarticular a sectores de la sociedad que crean o se aprovechan de algunos de esos males. Pero hay gran diferencia entre esa tarea y la pugna con enemigos que se construyen para distraer la atención, ocultar la falta de ideas y exaltar a los seguidores.

Las batallas contra tales monstruos, imaginarios o agigantados, tendrán ocasionales vencedores. Pero la guerra puede terminar, cualquiera sea el Pirro que se crea triunfador, en el infortunio de todos. En el campo de batalla quedarán (o acaso ya estén quedando) semillas que dan lugar a los peores sentimientos.

El indeseable fin de toda conflagración artificial fue sintetizado por George Orwell en una perturbadora metáfora: “Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran pantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía a uno rechinar los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio”.

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