Por Fernando Soriano - Clarin.com
Tarda 6.20 horas en llegar, dos más que en sus años de esplendor. Los pasajeros viajan congelados, con las ventanas rotas y asientos vencidos. Falta seguridad y el riesgo de descarrilamiento es latente-
De otro tiempo. Los vagones del viejo tren presentan signos evidentes de deterioro. / FOTOS: GUILLERMO R. ADAMI.
El tren anda. Y casi siempre que sale de Constitución llega a destino: Mar del Plata. “Anda” quiere decir funciona, se mueve. Repite el viaje todos los días del año, por eso el servicio se llama “Diario”. A la ida, de noche; a la vuelta, de día, estría la panza bonaerense durante 6.20 horas. Va. Se balancea hacia los costados bruscamente, en un movimiento desconcertante como el que imitan los simuladores de terremotos. Cada tanto ese vaivén se hace vertical y los pasajeros despegan la cola de sus asientos, como cuando un avión se precipita en un pozo de aire. El tren corre sobre las vías, aunque por el sonido que expande en su camino pareciera que se arrastra en una queja metálica.
La
formación se mueve. Y a la vez quedó detenida en algún punto del
tiempo. Los pasajeros se acostumbraron a tolerar las ventanas astilladas
por los piedrazos, baños sin agua ni papel, asientos vencidos y
despellejados. Viajan y conviven con las evidencias del abandono, la
desidia y el desinterés de años que podrían ser décadas.
En Constitución se subieron al tren 180 personas; más de la mitad de la capacidad de los seis vagones, que se lanzaron hacia la ciudad atlántica en punto, a las 23.05. Tratándose de un miércoles, la gran mayoría de los pasajeros iba a trabajar a Mar del Plata, y esa noche la gente durmió acurrucada en los asientos de la “clase única”, que cuesta 78 pesos, sin calefacción, con un baño por vagón con inodoros sin fin desde los que se ve pasar la vía. Todos esos vagones muestran lo mismo: personas encapuchadas en posición fetal o enrolladas en toallas de las más variadas estampas o abrazadas a sí mismas para combatir el frío y buscar otro viaje en el sueño, que además acorta las distancias.
Los insomnes se juntan entre vagones a calentar el cuerpo con humo de los diferentes tipos de cigarrillos, legales o ilegales. Algunos toman mate o llenan vasos de plástico con vino tinto; todo sirve para sacar del cuerpo el aire húmedo y gélido que se filtra por las puertas mal cerradas. Otros se dejan sacudir en un silencio aparente. Casi nadie se queja.
En los vagones de la clase Pullman (108 pesos) es al revés: algunos no pueden dormir sofocados por el calor de la calefacción. De allí, en medio de la madrugada, sale una señora envuelta en jogging. No aguanta el calor, tiene miedo de toparse con el frío al bajar y enfermarse. Respira en el lavabo del baño. Busca el espejo pero se encuentra sólo con su forma, dibujada por el pegamento que alguna vez lo sostuvo. Para algunos, la culpa del abandono la tienen los responsables del servicio. Para otros, como ella, que se llama Ana, es el pasajero que “no cuida nada y rompe todo”. Al menos en el viaje del miércoles no había personal de seguridad que evitara posibles daños.
De los tiempos de esplendor, de cuando este tren tardaba la mitad que lo que demoraba el micro de aquellos años y lucía como en las fotos que decoran la boletería de Ferrobaires –que no se sabe si pretenden engañar o rendir homenaje–, sobrevive el coche comedor, que esta noche ofrece pebetes de jamón y queso o milanesa a la napolitana. Casi nadie cena. Un señor de bigote blanco se sienta a tomar una cerveza. Está solo. No habla. Bebe un trago y fuma un Marlboro. Repite la secuencia hasta que en el cenicero se juntan cinco colillas aplastadas y la lata se vacía. Cada tanto mira el reloj, mientras a su alrededor se balancean las cortinas rosas con volados, opacadas por el polvo que tal vez acumulan desde la última restauración de este vagón, en 1994. Observa el partido de chinchón que disputan, entre estación y estación, los guardas, los mecánicos y los mozos del tren. Detrás suyo Liliana le susurra a Osvaldo: “Esto hace treinta años era una maravilla. Ahora no lavan ni las cortinas”.
Al llegar a Mar del Plata, a las 5.20 de la madrugada, Tatiana confiesa que viajó con temor a que el tren volviera a descarrilar, como días atrás: “Con esos saltos pensaba que salíamos volando. El tren es viejísimo pero bueno, llega”. No se oyen más protestas.
Horas después del viaje, un mecánico de Ferrobaires, la empresa del Estado provincial que administra el servicio, confiesa a Clarín que casi no hay mantenimiento: “Las vías no están en óptimas condiciones. Pero eso no quiere decir que no pueda correr un tren. El tema es que no se mantiene nada y lo que se hace, se hace mal”. Con la condición de que no se publique su nombre, agregó: “Es un tren muy barato, no le dan bola. La gente que viaja no puede pagar otra cosa y se acostumbra, como todos”.
La costumbre vence la indignación. Lo que viaja con los pasajeros en esta madrugada de jueves es una resignación que, paradójicamente, puede emparentarse con la dignidad. “Y bueno, está feo, pero es lo que podemos pagar. Si no, tomaríamos el Talgo o el micro, que valen el doble”, fuerza la voz Mario, vendedor de ropa, desde el estribo. Y el tren desacelera. Y entre las sombras, bajo un cielo borravino, aparece adelante, en una simetría espectral, la arquitectura de la estación marplatense, con los modernos buses de un lado del andén y un viejo tren blanco que chilla su arribo del otro: un lamento maquinal que se reitera a diario.
En Constitución se subieron al tren 180 personas; más de la mitad de la capacidad de los seis vagones, que se lanzaron hacia la ciudad atlántica en punto, a las 23.05. Tratándose de un miércoles, la gran mayoría de los pasajeros iba a trabajar a Mar del Plata, y esa noche la gente durmió acurrucada en los asientos de la “clase única”, que cuesta 78 pesos, sin calefacción, con un baño por vagón con inodoros sin fin desde los que se ve pasar la vía. Todos esos vagones muestran lo mismo: personas encapuchadas en posición fetal o enrolladas en toallas de las más variadas estampas o abrazadas a sí mismas para combatir el frío y buscar otro viaje en el sueño, que además acorta las distancias.
Los insomnes se juntan entre vagones a calentar el cuerpo con humo de los diferentes tipos de cigarrillos, legales o ilegales. Algunos toman mate o llenan vasos de plástico con vino tinto; todo sirve para sacar del cuerpo el aire húmedo y gélido que se filtra por las puertas mal cerradas. Otros se dejan sacudir en un silencio aparente. Casi nadie se queja.
En los vagones de la clase Pullman (108 pesos) es al revés: algunos no pueden dormir sofocados por el calor de la calefacción. De allí, en medio de la madrugada, sale una señora envuelta en jogging. No aguanta el calor, tiene miedo de toparse con el frío al bajar y enfermarse. Respira en el lavabo del baño. Busca el espejo pero se encuentra sólo con su forma, dibujada por el pegamento que alguna vez lo sostuvo. Para algunos, la culpa del abandono la tienen los responsables del servicio. Para otros, como ella, que se llama Ana, es el pasajero que “no cuida nada y rompe todo”. Al menos en el viaje del miércoles no había personal de seguridad que evitara posibles daños.
De los tiempos de esplendor, de cuando este tren tardaba la mitad que lo que demoraba el micro de aquellos años y lucía como en las fotos que decoran la boletería de Ferrobaires –que no se sabe si pretenden engañar o rendir homenaje–, sobrevive el coche comedor, que esta noche ofrece pebetes de jamón y queso o milanesa a la napolitana. Casi nadie cena. Un señor de bigote blanco se sienta a tomar una cerveza. Está solo. No habla. Bebe un trago y fuma un Marlboro. Repite la secuencia hasta que en el cenicero se juntan cinco colillas aplastadas y la lata se vacía. Cada tanto mira el reloj, mientras a su alrededor se balancean las cortinas rosas con volados, opacadas por el polvo que tal vez acumulan desde la última restauración de este vagón, en 1994. Observa el partido de chinchón que disputan, entre estación y estación, los guardas, los mecánicos y los mozos del tren. Detrás suyo Liliana le susurra a Osvaldo: “Esto hace treinta años era una maravilla. Ahora no lavan ni las cortinas”.
Al llegar a Mar del Plata, a las 5.20 de la madrugada, Tatiana confiesa que viajó con temor a que el tren volviera a descarrilar, como días atrás: “Con esos saltos pensaba que salíamos volando. El tren es viejísimo pero bueno, llega”. No se oyen más protestas.
Horas después del viaje, un mecánico de Ferrobaires, la empresa del Estado provincial que administra el servicio, confiesa a Clarín que casi no hay mantenimiento: “Las vías no están en óptimas condiciones. Pero eso no quiere decir que no pueda correr un tren. El tema es que no se mantiene nada y lo que se hace, se hace mal”. Con la condición de que no se publique su nombre, agregó: “Es un tren muy barato, no le dan bola. La gente que viaja no puede pagar otra cosa y se acostumbra, como todos”.
La costumbre vence la indignación. Lo que viaja con los pasajeros en esta madrugada de jueves es una resignación que, paradójicamente, puede emparentarse con la dignidad. “Y bueno, está feo, pero es lo que podemos pagar. Si no, tomaríamos el Talgo o el micro, que valen el doble”, fuerza la voz Mario, vendedor de ropa, desde el estribo. Y el tren desacelera. Y entre las sombras, bajo un cielo borravino, aparece adelante, en una simetría espectral, la arquitectura de la estación marplatense, con los modernos buses de un lado del andén y un viejo tren blanco que chilla su arribo del otro: un lamento maquinal que se reitera a diario.
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