Por Mariano Turzi para LA NACION
El autor, PhD en Relaciones Internacionales, es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.
Durante el siglo XX, la posesión del recurso petrolero fue una clave del poder internacional. Como requisito indispensable para el desarrollo industrial, los países demandantes buscaron asegurarse su provisión y los productores cobraron nueva relevancia geopolítica. Algunos nacionalizaron el recurso, otros lo privatizaron y algunos se agruparon en un cartel, como la OPEP. En el siglo XXI, la competencia por recursos alimentarios está definiendo nuevas líneas de poder internacional. Lo que está en discusión ahora es más que el suelo: se trata también de las aguas, el aire y la biodiversidad. Así, el asunto es de índole productiva, pero también estratégica.
¿Qué pasa en otros países productores? Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) de enero de 2011, en Canadá, Australia y Estados Unidos el marco regulatorio sobre tierras productivas reside en las unidades subnacionales. Los estados de California, Illinois, Kansas, Nevada, New Hampshire, Nueva Jersey y Nueva York tienen todos alguna restricción en la compra de tierras por parte de ciudadanos extranjeros o no residentes. Iowa, Minnesota, Missouri y Dakota del Norte prácticamente prohíben que tierras dedicadas a la agricultura sean propiedad o estén bajo control de personas o sociedades extranjeras. No es de extrañar, ya que son estados que forman parte del Breadbasket of America (panera o granero de Estados Unidos).
Hay países que han instituido restricciones por medio de normativas nacionales. Irlanda sólo permite la adquisición de tierras productivas a miembros de la Unión Europea. Nueva Zelanda, en cambio, permite la venta de ese tipo de tierras a extranjeros, pero en estos casos exige al comprador demostrar que la operación redundará en beneficio del país. Japón aplica reciprocidad para la compra, pero limita la participación extranjera en los sectores de agricultura y minería. Rusia lo hace de manera parainstitucional, ya que para controlar tierras agrícolas se requiere superar complejos obstáculos burocráticos. En Ucrania -la pampa de Europa del Este- el mercado de tierras agropecuarias está virtualmente congelado por una moratoria aprobada en 1992 que expira a fines de este año.
En nuestra región, México prohíbe a los extranjeros la compra de tierras para agricultura y limita la participación accionaria extranjera al 49%. En Brasil, los extranjeros no pueden ser dueños de más del 25% del tamaño de cada municipio, y la cantidad de tierras rurales que puede adquirir una empresa extranjera o brasileña controlada por capitales extranjeros es -depende de la zona del país- de entre 250 y 5000 hectáreas. Pero al mismo tiempo que fronteras adentro Brasil defiende la propiedad nacional de la tierra, casi cinco millones de hectáreas del Paraguay están en manos de brasileños y sus descendientes, los "brasiguayos". Esto es más de la mitad del total de la tierra arable. El negocio de la soja en Bolivia está controlado por brasileños y argentinos, pero también por una fuerte presencia menonita y minorías rusa y japonesa. Se estima que los empresarios bolivianos representan un 28% del negocio, aunque el Instituto Nacional de Reforma Agraria admitió el año pasado que no cuenta con datos sobre la nacionalidad de los dueños de las tierras.
¿Quiénes son hoy los extranjeros en busca de tierras? Ya no son los paisanos gringos o los chacareros inmigrantes que poblaron la pampa. Tampoco estancieros ingleses y escoceses como los que desarrollaron la industria lanar. Ni siquiera magnates como el italiano Luciano Benetton, que posee casi un millón de hectáreas de la Patagonia, o el norteamericano Douglas Tompkins, propietario de grandes extensiones en los esteros del Iberá.
Hoy el control de las tierras no pasa sólo por ostentar su propiedad, sino por el control de las unidades productivas. En este segmento, los actores principales son conglomerados corporativos multinacionales. Muchos de los traders o comercializadores con operaciones globalizadas están ligados a una compleja red de intereses que van más allá de la simple compra y venta de productos agrícolas. Refugiándose de las crisis y de divisas que se deprecian, los inversores buscan el rendimiento de fondos cotizados estructurados alrededor de algún índice vinculado con productos o insumos agropecuarios. Cada vez más los productos agrícolas constituyen una clase de activos para la especulación financiera internacional, amplificando las distorsiones y la volatilidad de precios.
La otra tendencia creciente es la de empresas estatales de países como los Emiratos Arabes Unidos, Arabia Saudita, Corea del Sur, Egipto, China y Qatar. Estos países persiguen la seguridad alimentaria por vías alternativas al comercio internacional. Temen un mundo de recursos escasos y buscan en consecuencia asegurarse producción localmente y protegerla contra el comercio extranjero, por miedo al derrumbe de mercados por crisis, guerras o sanciones comerciales. En una situación así, la propiedad o el arriendo de tierras agrícolas resultaría inútil: los gobernantes de países productores se verían forzados a incumplir los acuerdos o a cumplirlos a costa de las poblaciones locales. En cualquier caso, los compradores enfrentarían resistencias crecientes. En ese caso, el hecho de tratar con agentes estatales implica que entre los posibles escenarios de conflicto se encuentra el que potencialmente involucra el uso de la coerción.
Los recursos naturales por sí solos no determinan el efecto que tienen sobre el país. El impacto final no lo decide sólo la posesión, sino la deliberación colectiva que se haga respecto de su gestión. Se puede tener petróleo y ser Nigeria o Noruega, Brasil o Venezuela.
Las decisiones que la Argentina tome con respecto a la propiedad y el uso de tierras tendrán efectos en la gobernabilidad del recurso agrícola, la inserción internacional del país, el esquema de financiamiento estatal, el modelo de desarrollo y -hasta cierto punto- el bienestar de la población. En un mundo en que potencias declinantes y poderes emergentes reconocen los recursos naturales como cuestión de Estado, administrarlos de forma eficiente, equitativa y sustentable debe constituir para nuestra nación un asunto del más alto orden estratégico.
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