Por Marcelo Cantelmi - Diario Clarín
La mayoría son jóvenes que conocen poco de armas. Están desorganizados, pero pelean con valentía.
La guerra en Libia es por momentos un juego macabro. Es posible que por las características del país sometido a una larga dictadura de 42 años que agotó la paciencia de todos o porque la gente une muerte y vida en un mismo plano, la percepción de peligro no está casi nunca donde debería .
Este enviado notó esa ausencia de límites en las líneas del frente de combate y también en la retaguardia. Hace pocos días, en los amplios jardines del hotel que ocupa en Bengazi, cuatro hombres discutían amablemente en una especie de sitio de descanso, con bancos de mampostería. Uno de ellos con uniforme de camuflaje, lo cual vale reiterar, no implica que se trate de un militar, empuñaba una pistola automática y tenía la otra mano sobre el cabezal del arma con la que hacía fuerza hacia atrás. La discusión entre ellos parecía que iba sobre cómo se preparaba el arma para disparar. El hombre que la empuñaba estaba parado y apuntaba directamente hacia el pecho de su amigo que permanecía sentado. Con las manos movía una y otra vez un dispositivo en la parte superior de la pistola sin quitar el arma de su blanco, en medio de las risas de ambos y de los otros dos que asistían a la escena sin el asombro que sí tenía este periodista. Una y otra vez la mano iba y venía sobre el cabezal de la pistola, y el otro le sostenía el cañón para facilitarle la tarea.
Era imposible correr la mirada de ese lugar. Era un disparate asombroso. Uno se quedaba por ahí, unos metros distante del sitio, esperando la tragedia que finalmente no sucedió. Se podía suponer que el arma estaba prudentemente descargada, pero es sabido que aquí nunca suelen estarlo. Al rato de todo el ejercicio, el primer hombre alzó la pistola y disparó tres veces al aire y se la entregó a su amigo para que dispare otras tres veces y comprobara la eficiencia de la pistola.
Tener un arma y no oculta, sino exhibida y disparar al aire con ella sobre todo cuando llega el atardecer , parece un hábito común en estas épocas de guerra en Libia. Se dispara a veces no solo para probar el arma, sino para sentir su poder. En esos juegos en el borde de la locura, sobrevuela un potente indicador de la novedad que para muchos de estos combatientes es estar en una guerra. En la ruta que ayer siguió este enviado hasta Ras Lanuf, donde otra vez se sintieron con fuerza los disparos de la artillería leal al régimen con tal potencia que por momentos se zarandeaba el taxi que lo llevaba, hay retenes que vigilan milicianos rebeldes. Uno de ellos detuvo el coche para inspeccionar el pasaje. No tenía el clásico Kalashnikov sino un grueso cilindro en una mano.
El objeto que era como un tubo de unos diez centímetros de largo de color gris, tenía una argolla de acero y el hombre había colocado el pulgar de su mano izquierda dentro de él, de modo que podía hacerlo saltar con apenas estirar ese dedo. No era difícil suponer de qué se trataba. Lo que no parecía muy claro era cómo utilizaría esa enorme granada en caso de descubrir que en algún vehículo se parapetaba el enemigo.
Las granadas son un objeto que uno ve mucho por aquí en manos de los jóvenes que juegan con ellas . En cercanías del frente, Clarín ha observado a algunos de estos milicianos, recién llegados a la guerra, desarmarlas quitándole el fusible sin siquiera descolgárselas del pecho.
Así y todo, con esa impactante improvisación y descuidos, estos jóvenes han desarrollado un instinto notable para la guerra de guerrillas. Jemal al Harrari, uno de los combatientes en el frente de Ras Lanuf, explicaba ayer que si las tropas leales al régimen vienen con mucha fuerza, “simplemente nos retiramos, escapamos, nos reorganizamos y volvemos, una y otra vez hasta que los que se van son ellos”. Con esa estrategia han venido tomando un pueblo atrás de otro y en estas horas pelean por conservarlos o recuperarlos.
Este lunes, el frente de combates sin ganador claro por el momento estaba centrado en el pueblo de Ben Jawad, a unos 60 kilómetros al sur de Ras Lanuf, la última escala en el camino a Sirte, la ciudad natal del dictador y blanco inmediato de los rebeldes a un centenar de kilómetros hacia adelante, a mitad de camino del premio mayor, la capital Trípoli. Pero un oficial del ejército de Kadafi, quien se pasó a las filas rebeldes, demandaba mucho más que eso: sostiene la necesidad urgente de entrenar y organizar a los milicianos para que al menos comprendan que no se puede atacar a una columna de artillería con Kalashnikov.
La voluntad de esta gente se advierte en algunos ejemplos conmocionantes. En un hospital de Brega está internado en grave estado un joven veinteañero que estuvo preso varios años en las cárceles del régimen. Kadafi, cuando comenzó esta revolución, intentó calmar a las bases liberando a una gran cuota de presos políticos. Entre ellos, este chico. Regresó con su familia a su casa en Bengazi pero la rebelión aumentó y él estaba inquieto. La madre le pidió que ya que acababa de recuperar la libertad, se quedara con ella en paz. Pero prefirió ir a la Plaza de la Liberación sin que ella lo supiera. A los pocos días, sin contarle a su familia, apareció armado por Brega, cuando esa importante ciudad petrolera fue el escenario más duro de las batallas de la semana pasada, donde murieron casi dos docenas de combatientes y hubo dos centenares de heridos. Entre ellos este muchacho que hoy pelea por su vida después de casi haberla perdido en los calabozos de la dictadura.
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