Por Juan J. Llach para LA NACION (*)
La sensación reinante de un fácil triunfo electoral del oficialismo se asienta en gran medida en el rutilante aumento del consumo. Cualquier otro dato de la economía empalidece ante esta fiesta iniciada a la salida de la crisis de 2008-09, coincidente luego con el Bicentenario y que, sin dudarlo, ha permitido el equipamiento y la mejora de las condiciones de vida de millones de hogares en la Argentina.
No es la primera vez que vivimos situaciones de este tipo. Hay antecedentes peronistas, como 1946-52 y 1973-76; otros no peronistas, como la "plata dulce", y peronistas vergonzantes, como la convertibilidad.
Aunque muy distintas en tantos otros aspectos, todas estas experiencias llevaron el consumo a niveles insostenibles y terminaron mal. Que esto último ocurriera nuevamente en el futuro próximo sería doblemente lamentable, porque se daría por primera vez con la situación mundial tan favorable e interrumpiría el ciclo de casi diez años sin crisis serias que se ha dado ahora por primera vez en décadas.
¿Cuáles son los problemas de aumentar el consumo, si en última instancia es el objetivo final de la actividad económica? El primero es el riesgo de un final abrupto. El segundo es que coloca injustamente sobre las espaldas de las próximas generaciones, incluyendo las de los jóvenes de hoy, costosos gravámenes.
Son varios los factores que empujan hoy naturalmente a consumir. Perdido el miedo a la crisis, hay mayor propensión a gastar en esparcimiento, renovando o ampliando stocks de bienes durables y accediendo a nuevos productos, como las netbooks o los plasmas. A esto se agrega una política explícita de promoción del consumo mediante muy bajas tasas de interés y aumentos del gasto público y la base monetaria de más del 30% anual, sin reparar para ello en medios tales como usar las reservas del BCRA para pagar deudas o gasto público. Por cierto, todo esto resulta en un aumento de la inflación que, como se vio tantas veces en el pasado, hace crecer el consumo por la caída de incentivos al ahorro. Esto se ve claramente en los números macroeconómicos.
Si comparamos 2011 con los años notablemente virtuosos de la década, el resultado fiscal empeoró en cerca de 2,5% del PBI, pasando de superávit genuino a déficit o a superávit falaz, y el del balance de pagos cayó 3% del PBI, llegando virtualmente a cero. Ha habido pues una fuerte caída del ahorro público y del ahorro privado y esto ha contribuido a una caída de la inversión equivalente a 2,5% del PBI entre 2007 y 2010. No sólo se ahorra poco, sino que buena parte del ahorro no se realiza en pesos o dentro del sistema financiero, sino acumulando dólares o en el exterior. Las cifras varían enormemente según se use el balance de pagos (devengado) o el mercado cambiario (caja), mostrando una salida de capitales entre 2008 y 2010 de 16.000 millones de dólares, en el primer caso, y de 49.000 millones, en el segundo.
Otro punto que ilustra la naturaleza insostenible del consumismo en curso es la propia inflación. Ya se está llegando a niveles de aumentos de precios que limitarán el consumo por la pérdida de poder adquisitivo de muchos perceptores de ingresos. Se acentúan, asimismo, las distorsiones de precios relativos (tipo de cambio, energía, transportes). Y se están comprometiendo los niveles de vida futuros porque cuanto más se demore en estabilizar, más costoso será en términos de actividad económica, empleos y niveles de pobreza.
Una tercera hipoteca que la Argentina ha contraído es la del sistema previsional. Según estimaciones de Idesa, existen hoy 1,33 aportantes por jubilado, principalmente como consecuencia de los casi tres millones de nuevos beneficios otorgados sin aportes previos. Generosidad para unos e injusticia para otros, porque ésta es una de las causas por las que el haber medio provisional es apenas un 40% del salario medio del sector formal y por las que los juicios de los jubilados avanzan a paso tan lento, con burla sistemática de derechos adquiridos. Si no se buscan soluciones de fondo, esta espada de Damocles será cada vez más gravosa. El problema es más agudo porque el gasto público total se acerca al 45% del PBI, un nivel que luce insostenible. Su carga es aun más pesada porque, desde hace tiempo, la provisión de buena parte de los bienes y servicios públicos es muy deficitaria, como puede verse a diario en la inseguridad y en la baja calidad de la educación brindada en muchas escuelas y universidades.
Es cierto que tanto la cuestión de la seguridad social como la del gasto encuentran un cierto contrapeso en el bajo nivel de endeudamiento público explícito de la Nación, un 47% del PBI, que cae al 25% si se excluyen deudas dentro del propio sector público. Aunque estos valores son mucho mayores incluyendo los holdouts y las deudas del sistema previsional, debe reconocerse que un gobierno que se tome las cosas en serio tendría aquí una herramienta.
En la economía real, y pese a las declamaciones sobre el modelo productivo, la competitividad sistémica de la producción argentina no ha avanzado significativamente en la última década, salvo en la agricultura, la vitivinicultura y algunas empresas manufactureras.
El país no está hoy mejor que hace una década para crecer y desarrollarse de manera endógena y sostenida y con mayor independencia de los vientos a favor globales. Se ha desaprovechado así una década excepcional. Las nuevas clases empresarias innovadoras no tienen masa crítica ni mucho menos la oscura y acelerada acumulación de capital de los grupos empresarios amigos del poder. En cuanto a las empresas públicas, aun desde una visión pragmática acerca de quién debe prestar los servicios, resulta claro que el avance estatal de esta década ha reducido la eficiencia y la eficacia en algunas prestaciones (casos de algunos ferrocarriles) y ha fomentado la dilapidación de recursos públicos, como se ve en el déficit creciente de Aerolíneas Argentinas o en casos como los de Atucha II o Cóndor Cliff y Barrancosa, mencionados por los ex secretarios de energía en su último documento.
Con la energía hay, por cierto, problemas más hondos, como el hecho de que la demanda aumenta más del 40% y la oferta crece 21%, lo que resulta en un sostenido aumento de las importaciones que nos convertirá en importadores netos en poco tiempo mientras se sigue casi regalando la energía a millones que pueden pagarla. La lista podría ampliarse hasta el cansancio, porque tampoco se está dando educación de calidad a buena parte de nuestros jóvenes ni limitando el desarrollo del poder paralelo del narcotráfico ni manteniendo y ampliando lo necesario la infraestructura de transportes.
Pese a ser un año de elecciones presidenciales, estos temas no figuran en la agenda del Gobierno, que, por el contrario, actúa como si no quisiera heredarse a sí mismo presentando todo lo que ocurre como un éxito que no empaña un futuro venturoso. En verdad, se está recayendo en el viejo error argentino de timbear el futuro pensando sólo en el presente. Más aún, ahora se hace aparecer como políticamente incorrecto al aguafiestas que advierte sobre los riesgos, y este clima instalado por el Gobierno contagia a parte de la oposición.
Es un grave error, porque para que la Argentina continúe creciendo deberán corregirse las falencias mencionadas. Todavía puede evitarse un final abrupto, aunque este riesgo ha aumentado considerablemente. En todo caso, la triste verdad es que, tal como se está procediendo, lo más probable es que sean una vez más los más pobres de la sociedad los principales pagadores de una fiesta en buena medida ajena.
(*) El autor es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación
si, seguro, ganen con votos, porque digan lo que digan no van a volver a fundir a la argentina, las situaciones que comparan no tienen nada que ver casi con ahora. falaces...pronostican apocalipsis hace años
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