Por Claudio Savoia
En plena guerra, el carguero “Formosa” llevó municiones y ropa para los soldados argentinos. Y se salvó por poco: en el barco sólo había una pistola. Relato de la audacia en medio del caos militar.
Foto: El Capitán Gregorio sonrie en su casa de Ramos Mejia, junto al la foto del “FORMOSA” y las medallas que le valieron su aventura.
La historia está escrita y todos la conocemos: hace 28 años, el fin de la guerra y el recambio presidencial entre los dictadores Galtieri y Bignone iniciaron el camino hacia la recuperación de la democracia. También sabemos que esa mezcla de delirio, muerte, desazón y heroísmo que fue Malvinas sigue doliendo en la memoria, y que varias de sus enseñanzas todavía no fueron debidamente aprendidas.
La increíble saga del barco mercante Formosa, que sin ser una nave de guerra logró quebrar dos veces el bloqueo militar impuesto por Gran Bretaña en derredor de las islas, despierta los fantasmas que ensombrecieron la entrega de los soldados durante el conflicto: improvisación, egoísmo, tozudez y hasta tilinguería. El capitán Juan Cristóbal Gregorio, comandante del Formosa, desovilla hoy un relato elocuente en anécdotas y observaciones mordaces. Porque se sabe: el diablo está en los detalles.
“El 10 de abril de 1982 me llamaron de ELMA y me dijeron que, después de leer los legajos de todos los barcos, la Armada había elegido a mi buque para ir a Malvinas a llevar equipamiento. Claro, era un barco nuevo, veloz y con mucha potencia de carga y descarga. Llamé a mis oficiales y les conté lo que teníamos que hacer. Pero ninguno supuso nunca que habría una guerra contra los ingleses”, empieza el envarado capitán Gregorio, que conserva la estampa de sus viejos tiempos.
Durante cinco días el Formosa cargó en Buenos Aires 3.500 toneladas de pertrechos. “Llevábamos combustible para los aviones, municiones, pistas de aterrizaje desmontables. También cargamos veinte contenedores con jamón Torgelón, leche en polvo y muchas provisiones”. Vaya a saber quién las habrá aprovechado.
Con 41 tripulantes y 25 soldados “colados” que no tenían cómo ir, el 15 de abril zarparon hacia el sur. Tres días después embarcaron a un capitán de fragata –enviado como comandante militar de la nave– y enfilaron hacia Malvinas. “Cuando estábamos saliendo llegó corriendo al muelle un coronel, que empezó a gritarle a los soldados que teníamos a bordo para que apoyaran al capitán. El tipo tendría que haber venido más temprano, pero se había quedado dormido”.
Gregorio cometió su primera desobediencia minutos después, cuando en lugar de navegar lentamente enfiló a toda máquina y bajo una tormenta de película hacia el sur de la isla Soledad. “Así no ofrecíamos un blanco tan fácil. El que estaba más nervioso era el capitán: después me contaron que esa noche durmió con la pistola debajo de la almohada, y que les había dicho a los soldados que estuvieran listos para intervenir si nosotros –los civiles– nos insubordinábamos.” Difícil, porque el Formosa enfrentaba a los ingleses con una sola arma a bordo: la pistola que el capitán guardaba en su camarote para emergencias. El 20 de abril, bajo el viento fresco del atardecer, fondearon frente a Puerto Argentino. Habían sorteado el bloqueo inglés.
Pero la verdadera odisea recién comenzaba. “Yo creí que iba a estar todo organizado para descargar en siete días como máximo, pero no había nada: sólo un pequeño muelle de madera. Esta gente no tenía la menor idea de cómo íbamos a descargar. Jamás hablaron con algún ingeniero, o conmigo, para planificar la operación. Ahí empecé a darme cuenta de que había una gran improvisación en todo”, se encrespa Gregorio.
Pusieron a trabajar a unos colimbas, que doblaron sus espaldas bajo kilos de comida, abrigos y armas que no volvieron a ver. Pasaron dos días –equivalentes a meses cuando se espera una guerra– y la pila de contenedores seguía casi igual, cuando al fin el Formosa pudo atracar. Con toda la tripulación colaborando con las maniobras, los soldaditos trabajando y la ayuda de seis estibadores chilenos que alguien consiguió por ahí, la descarga llevó quince días.
Mientras, como los violinistas del Titanic, el comando general estaba ocupado en otros menesteres. “El día que llegamos, el gobernador militar de las islas, Mario Benjamín Menéndez me invitó a almorzar. Mandó su lancha particular, todo muy atento. Me ofreció un whisky, y pasamos al comedor. En la mesa, a la que estaban sentados todos sus ministros, lucían los cubiertos de la reina, la vajilla oficial británica. Aunque parezca mentira, todavía nadie tenía idea de lo que iba a pasar.” A la luz de los hechos, ya no parece mentira. “De regreso al barco, en el puerto había un buque de la Armada, y yo tenía que pasar por él para llegar hasta el Formosa. Pero cuando quise subir por una escala que tenía a mano enseguida vinieron varios marinos a frenarme: ‘esa es para los marineros, usted debe subir por la otra, la del personal superior’. ¡Estaban en esas estupideces!”, sonríe el capitán. Pero quiere llorar.
A las dos de la mañana del 1 de mayo, al fin, terminamos de descargar todo”. Ese mismo día comenzó la guerra que nadie esperaba. “No nos dejaban salir, y la cosa se iba poniendo brava: llovían tiros por todos lados, la radio era un mar de gritos. A las 5 de la mañana, los aviones ingleses comenzaron a bombardear el puerto. A las 10.30 vino un almirante a despedirme: ‘puede escapar, capitán. Good luck.’ Ahí me di cuenta de que no iba a tener escolta.” Más torpezas, más imprevisiones.
“A las 17:30 estábamos en el estrecho de San Carlos, cuando vimos aparecer tres aviones. Un instante después comenzaron a ametrallarnos, y luego a bombardearnos. Nos tiraron tres bombas de 500 kilos que no nos dieron, y después otra que cayó encima nuestro: atravesó la cubierta y terminó en la bodega tres. ¿Cómo nos salvamos? Porque no explotó: como estaba mal armada, se salió la espoleta y no hubo ignición. No lo podíamos creer. Ese día era mi cumpleaños”, dice el flemático capitán, y por un instante sus ojos claros se elevan al cielo.
Con la bomba a bordo, el Formosa escapó del show aéreo que los aviones Harriers comenzaban a ofrecer en el Atlántico Sur. “Atracamos de urgencia en la bahía San Sebastián, y un oficial de la Fuerza Aérea vino a ver la bomba. Me dijo que la llevárabamos bien trincada, que no explotaría. Pero cuando la revisó bien cambió la cara: ‘uy, ésta se parece a las nuestras’, murmuró. Y así era.” Una vez más, en aquel momento la historia sonaba increíble. Ya no. De guardia en Puerto Deseado y acicateado por el inicio de los combates, el capitán argentino Pablo Carballo había montado en su avión Skyhawk A4-B, levantó vuelo y descargó su dinamita sobre aquel barco enorme que huía a toda velocidad del teatro de operaciones. Seguro que era un barco petrolero que aprovisionaba a la flota británica. Pero no era.
“Yo tenía una bandera argentina muy grande, que al final Carballo vio en uno de sus sobrevuelos. Yo creo que ahí se dio cuenta de su error”, cuenta Gregorio. Años después, en una de las cenas que aún congregan a la tripulación del Formosa, entre bife y postre, el propio piloto contó su parte de la historia, y todos brindaron. El bloqueo inglés había vuelto a quedar atrás. De regreso, envueltos todavía en una bruma de incredulidad y mientras navegaban frente a Bahía Blanca, cocinaron un tremendo asado para todos. “Nos sentíamos héroes”.
El 6 de mayo llegaron a Buenos Aires. El 8 de febrero de 1983, con el país caminando a ciegas hacia la democracia, el Formosa fue condecorado con la medalla de “Operaciones en Combate”. El capitán Gregorio ya había recibido la suya, como premio “al esfuerzo y a la abnegación”. Se la dio el almirante Isaac Anaya, en una emotiva ceremonia celebrada en la ESMA.
Fuente: Diario Clarín
Interesante artículo. Además con la alegría de encontrarme con el nombre del periodista Claudio Savoia a quién conozco desde que tenía diez años y venía a mi casa ,ya que era amigo de mis hijos, a comer tortas fritas algunas tardes.
ResponderEliminarDesmesura entre letras.