Hace más de 30 años, el oficial de la fuerza aérea
británica Sidney Edwards fue escogido para la que sería la misión de su
vida. En medio de la guerra de las Malvinas, él tendría que lograr el
apoyo de Chile contra Argentina. Cuando los documentos oficiales en su
país fueron desclasificados, Edwards decidió relatar su historia en un
libro, que hoy está a punto de publicar. Ahora cuenta su experiencia por
primera vez en una entrevista, y detalla la colaboración chilena en el
conflicto.
“El general Matthei era un hombre muy pragmático y sabía
que si Chile no nos ayudaba en la guerra, después los argentinos
caminarían derecho a tomar las islas del Beagle. Lo otro que sabía es
que ésta era una oportunidad ideal para conseguir armamento,
inteligencia y otras cosas”.
Patricia estaba preocupada. Era 1982, la guerra acababa de empezar y
ahora estaban ordenando a su esposo, de un día para otro, dejar su
trabajo en Londres. Más que eso, ella no podía saber. “Patricia se había
acostumbrado al hecho de que a veces no le podía contar lo que estaba
haciendo”, recuerda Sidney Edwards, su marido y, en esa época, oficial
de la fuerza aérea británica. “Como hablas español bien y por tu
experiencia, obviamente esto tiene que ver con las Falklands”, le dijo
Patricia. Él simplemente sonrió y dejaron de hablar del tema. Un par de
días después estaba en un avión rumbo a Sudamérica.
“Más tarde me
diría que pensó que yo estaba en Argentina todo ese tiempo, espiando, y
eso la tenía muy preocupada. Me dijo también que si hubiera sabido que
estaba en Chile no se habría preocupado tanto”, explica desde Inglaterra
el aviador retirado, quien está a punto de publicar en su país el libro
My Secret Falklands War (de la editorial británica Book Guild). Nacido
en 1934, cuando los argentinos invadieron las Malvinas, Sidney Edwards
era un experimentado oficial de 47 años. Antes había sido agregado aéreo
en Madrid -donde aprendió español- y, además de ser piloto, tenía
conocimientos de inteligencia y de operaciones conjuntas con las otras
ramas de las fuerzas armadas. “Tenía una combinación inusual de
elementos que se necesitaban para esta misión”, dice Edwards.
Su
objetivo era conseguir y coordinar el apoyo del gobierno de Chile a la
defensa británica de las islas del Atlántico Sur. Antes de tomar un
avión, vestido de civil, hasta Santiago, Edwards tuvo sólo dos días para
armar la maleta y preparar su viaje. En ese tiempo, se reunió con
Miguel Schweitzer, embajador chileno en Londres, y Ramón Vega, quien era
agregado aéreo en esa misma ciudad y quien mucho después llegaría a ser
comandante en jefe de la Fuerza Aérea. Ya en el vuelo, por fin pudo
pensar en su estrategia en Chile. “Me puse a planear cómo aproximarme al
general Fernando Matthei, cómo le explicaría lo que queríamos lograr”,
dice Edwards.
Una vez en Santiago, Edwards partió directo a la
embajada de su país. En la tarde ya tenía agendada una cita con el
comandante de la Fuerza Aérea. “El general Matthei me dio la mano
cálidamente”, dice Edwards en su libro. “Me ofreció cooperación total
dentro de los límites de lo práctico y de lo diplomáticamente posible.
Enfatizó la necesidad de mantener el secreto”. El británico le dijo que
entendía la delicadeza de las relaciones entre los dos países y
continuaron conversando.
“No pude creer la cooperación que logré
con él y, por supuesto, con el resto de sus oficiales”, recuerda
Edwards. “Obviamente el general Matthei era un hombre muy pragmático y
sabía dos cosas clave: que si Chile no nos ayudaba en la guerra, después
los argentinos caminarían derecho a tomar las islas del canal Beagle.
Lo otro es que Matthei sabía que ésta era una oportunidad ideal para
conseguir armamento, inteligencia y otras cosas que normalmente no
habrían conseguido”.
En su libro, Edwards describe todas estas
reuniones entregando nombres y detalles, a pesar de que las pocas notas
que podía tomar debía destruirlas de inmediato. “Éste fue un periodo muy
relevante en mi vida y lo tengo muy fresco en mi memoria”, dice.
UN RADAR MIRANDO AL ESTEEl
sonido de un teléfono lo despertó súbitamente. Sin entender muy bien
qué pasaba, Edwards miró el reloj en su velador. Eran las tres de la
mañana y lo llamaban de la embajada: tenía mensajes de Londres y debía
ir a verlos. “Caminé rápidamente por las calles desiertas”, recuerda
Edwards. “Me había olvidado que había toque de queda hasta las cinco de
la mañana. Tuve suerte de no ser arrestado o incluso tiroteado”.
A
pesar de este tipo de preocupaciones, para su misión fue útil
encontrarse en una dictadura. Todo se conseguía rápido: a los pocos días
ya tenía un carné de identidad y una licencia para manejar. Vivía con
un pie en la embajada británica y otro en las oficinas centrales de la
Fuerza Aérea chilena. Desde ahí coordinó el uso de un radar de largo
alcance en Punta Arenas, que permitía ver los movimientos aéreos en
Ushuaia, Río Gallegos, Río Grande y Comodoro Rivadavia. “El general
Vicente Rodríguez y yo acordamos que crearíamos un sistema para poner
esta información al alcance de la fuerza en la misión”, explica Edwards
en su libro. También coordinó, junto con Londres, la llegada a Santiago
de un equipo del Servicio Aéreo Especial británico (SAS) con un sistema
satelital de comunicaciones seguro.
Además, comenzó a ver la
posibilidad de usar un aeropuerto chileno para misiones Nimrod, que
permitían volar a gran altura cerca de la frontera con Argentina y
obtener información de lo que pasaba en ese país. Matthei prefirió no
usar bases en el continente, pero no tuvo problemas con aprovechar la
pista de aterrizaje ubicada en la isla San Félix, a 892 kilómetros de la
costa chilena, a la altura de Chañaral. Unos cuantos aviones británicos
llegaron para ésta y otras labores, pintados con los colores chilenos.
En la isla, a cargo de la Armada, el almirante José Toribio Merino había
ordenado darles todas las facilidades. “Fueron probablemente cinco
vuelos de reconocimiento o algo así. Su importancia fue que nuestra
inteligencia en ciertos aspectos de las fuerzas argentinas no era mucha,
porque nunca esperamos tener problemas con ellos”, dice Edwards.
Mientras
tanto, el oficial inglés llevaba una cuenta de los aviones derribados,
buques hundidos y tropas heridas. “Junto con mis colegas chilenos
estábamos de acuerdo en que los pilotos argentinos estaban mostrando un
gran coraje”, dice. En Londres, los mensajes cifrados que mandaba Sidney
Edwards desde Santiago se comenzaban a hacer famosos entre ese pequeño
círculo que estaba a cargo de dirigir la guerra. Llegó a escuchar que
hasta la primera ministra Margaret Thatcher se refería a ellos con el
nombre informal con que fueron bautizados: los “sidgrams”.
“Mi
opinión personal, y creo que es similar entre mis jefes del Ministerio
de Defensa y la primera ministra Margaret Thatcher, es que la ayuda que
logramos de Chile fue absolutamente crucial”, dice Edwards. “Sin ella,
habríamos perdido la guerra”. En ese sentido, la principal contribución,
de acuerdo a Edwards, fue la información del radar chileno en Punta
Arenas. “Lo más importante fueron los avisos tempranos de ataques
aéreos”, dice el ex piloto. “Sin éstos, cuando tienes un fuerza de mar
sólo con una pequeña defensa aérea, como teníamos, habríamos tenido que
montar patrullas aéreas de combate carísimas y aviones volando
constantemente, listos para interceptar intrusos”. Edwards cree que esto
evitó muertes en ambos lados y, finalmente, hizo que la guerra fuera
más corta.
TENSIÓN EN PUNTA ARENASCasi
a la medianoche del 18 de mayo de 1982, en las afueras de Punta Arenas,
un helicóptero Sea King británico yacía ardiendo cerca del mar, vacío.
Dos horas después, el teléfono de Sidney Edwards nuevamente lo
despertaba en Santiago. Era el general Vicente Rodríguez. “Estaba
extremadamente agitado”, escribe Edwards en su libro. “Necesitaba saber
urgentemente qué estaba pasando, porque él y el general Matthei estaban
recibiendo muchas críticas de parte del general Pinochet, que quería
saber qué hacía un helicóptero británico en Chile”.
Durante todo
su tiempo en Chile, Edwards nunca habló con Pinochet. Pasó al lado suyo
un par de veces y sabe que, en algunas ocasiones, Pinochet estaba en la
oficina de al lado, pero nunca se presentaron. “Eso fue hecho
deliberadamente. Él quería tener una especie de cláusula de escape, para
poder negar que tuviera conocimiento de mí”, explica el inglés. “Me
parece que lo que quería hacer era que si cualquier cosa salía mal, él
podría decir: fue Matthei, yo no sabía lo que él estaba haciendo”.
En
el caso de este helicóptero, Edwards dice que tampoco sabía lo que
había pasado. Preguntó a Londres y le explicaron que, mientras tanto,
dijera que había sido una falla en una misión de reconocimiento de
rutina. “Los diarios y canales de televisión en Chile pronto comenzaron a
reportear la historia”, recuerda el oficial. De a poco el interés en la
noticia empezó a disminuir, pero había un periodista que no dejaba de
investigar el tema. Edwards se lo comentó a sus pares chilenos: dijo que
estaría feliz cuando el periodista decidiera poner su atención en otros
temas y, poco tiempo después, lo hizo. “Cuando le pregunté a Patricio
(Pérez, oficial de la FACh) sobre este reportero, él sonrió y me dijo:
‘No te preocupes, él está vivo, pero muy asustado’”, recuerda Edwards.
“Me sentí muy mal por este periodista”, escribe el inglés en su libro.
Días
después aparecieron tres tripulantes del helicóptero, que se entregaron
a las autoridades. Sidney Edwards tuvo que organizar, junto a la gente
de la embajada, una conferencia de prensa para explicar qué había
pasado. El piloto dijo que el mal clima lo había obligado a descender y
abortar esta misión de rutina. Pensando que estaban en Argentina, se
escondieron hasta que no pudieron más. Sin embargo, para Edwards era
claro que esto era parte de algo mayor, como le autorizaron a revelar a
la FACh más tarde. “Ésta era una misión sólo de ida, para dejar fuerzas
especiales en el sur de Argentina, antes de que la tripulación volara a
la frontera con Chile”, dice Edwards.
En secreto, entonces,
Edwards y la FACh coordinaron mover a los oficiales de la SAS a
Santiago. “Nunca escuché la historia oficial detrás de este incidente,
pero después de la guerra pude tener una buena suposición de lo que
había pasado”, dice Edwards, quien cree que el objetivo era inhabilitar
los misiles Exocet argentinos y los aviones Super Étendard que los
llevaban. Ésta sería una misión previa al plan final, que finalmente
habría sido abandonado tras la caída de este helicóptero.
Argentina,
de todas maneras, ya había usado gran parte de sus Exocets y, semanas
después, el 14 de junio, las tropas trasandinas se rindieron. Murieron
255 británicos y 649 argentinos en total. Edwards se quedó unos días más
en Santiago y recuerda haber celebrado en la discoteca Las Brujas.
“Muchos de nuestros colegas chilenos se nos unieron allá y parecían tan
contentos como nosotros con la victoria”, recuerda el piloto.
Edwards
por fin pudo relajarse un poco más en Chile. Luego de unos días, le
pidieron que volviera a Londres.
Ahí recibiría la Orden del Imperio
Británico por sus servicios. “Pero, para evitar atraer atención al
vínculo con Chile, no me pondrían como parte de la lista de la guerra de
las Falklands”, dice. La razón de este honor debería permanecer en secreto. Hasta hoy.
Fuente: http://www.quepasa.cl/articulo/actualidad/2014/07/1-14732-9-el-britanico-en-el-frente-chileno.shtml