martes, 22 de marzo de 2016

Una alegría con reservas por la estandarización del desarrollo

Por Roger Cohen - The New York Times
HO CHI MINH.- Así que La Habana está retrasada 20 años respecto de la ciudad de Ho Chi Minh en cuanto al ciclo de desarrollo que trae los siguientes resultados: topadoras en los barrios históricos, congestionamiento de tránsito en las calles, un horizonte de grúas de construcción, elegantes campos de golf para expatriados y la élite local, superpoblación de cafeterías y hamburgueserías, celulares a rolete, clase media con ingresos descartables, la fascinación por el crédito, deslumbrantes centros comerciales, el cielo o el infierno de las marcas, el fin de las playas vírgenes, los desarrollos inmobiliarios descomunales con nombres tipo "Central Park", las fortunas offshore de los arquitectos políticos del capitalismo comunista, los resorts de césped inmaculado, los casinos, el turismo de masas, las redes sociales, el 6%de crecimiento anual, los microemprendimientos familiares, los jardines suburbanos con sus aspersores, las escuelas privadas con universidades de la Ivy League a la vuelta de la esquina, las versiones asiáticas y latinoamericanas del "sueño norteamericano", y una población entusiasmada y algo así como liberada ante la posibilidad de ganar un dólar por primera vez en varias generaciones.

En el caso de Cuba, si se piensa, el proceso avanzará seguramente mucho más rápido: está al lado de Miami. Las cadenas hoteleras ya están rondando, o presionando.

Al igual que China, el caso de Vietnam demuestra que nada fogonea más el capitalismo que el control político comunista en su versión siglo XXI. ¿Por qué la Cuba de los Castro habría de ser diferente? El dinero es más fuerte que la libertad, que además puede ser
inmanejable y errática. Apenas una década bastará para que La Habana se parezca bastante a la ciudad de Ho Chi Minh.


Foto:EFE
En términos generales, será positivo para los cubanos, aunque el efecto homogenizador del comercio global se nos ha vuelto tan familiar que cuesta mirar las imágenes del presidente Obama recorriendo las calles de La Habana Vieja con su familia y no tener una especie de sensación ambivalente.


Es maravilloso que un presidente de Estados Unidos haya viajado a Cuba por primera vez en casi 90 años y es igualmente maravilloso ver el deshielo de medio siglo de hostilidades que se habían vuelto anacrónicas. Pero a esta altura ya sabemos lo suficiente del camino que suele tomar el desarrollo -y del modo en que puede avanzar sin que llegue de la mano de la liberalización política- como para manifestar una alegría con reservas.

Casi con certeza, a medida que el dinero vaya ejerciendo su poder de fascinación, Cuba irá perdiendo parte de su alma. No hay shopping que alcance para cambiar el miserable destino de los disidentes llenos de aspiraciones democráticas.

El caso de Vietnam es una historia notablemente exitosa. De los magros 220 millones de dólares del año 1994, el intercambio comercial anual de Vietnam con Estados Unidos se disparó a 29.600 millones en 2013. Cuatro décadas después del napalm, el comercio le ganó a la enemistad. Estados Unidos es una cuña contra China: el enemigo temporario ahora es una suerte de socio contra el enemigo eterno. Los vietnamitas ahora hablan maravillas de Estados Unidos y lo esperan a Obama en la segunda mitad del año, para consolidar una alianza de suma importancia para el futuro de Estados Unidos como contrapeso del poder chino en Asia.

Sería extraño que la apertura de Cuba no generara el mismo rápido desarrollo y firme acercamiento a Estados Unidos. La Revolución Cubana tuvo sus logros, pero hace tiempo que perdió su razón de ser. Generó una miseria y una parálisis de escala épica: vidas desperdiciadas, esperanzas frustradas, jóvenes reducidos a la inutilidad y la inercia. Las posibilidades que tendrán muy pronto millones de cubanos son razón suficiente para decir, aunque no sea la panacea, que el entendimiento entre Obama y Castro es algo para celebrar.

Hace ocho años, cuando estuve en Cuba para el 50° aniversario de la Revolución, escribí: "En mi primer día en La Habana, deambulé por el Malecón, la costanera urbana más inolvidable del mundo. Soplaba el viento del Norte, que azotaba con enormes olas el dique de piedra construido en 1901, durante el fugaz dominio norteamericano sobre la isla. Las olas que rompían contra el Malecón inundaban el aire de una fina llovizna. Esa mañana de domingo, estaba prácticamente solo, en una ciudad de 2,2 millones de habitantes. Apenas un par de autos cada minuto, por lo general, bellezas aerodinámicas de los años 50, Studebakers y Chevrolets, extravagantes y ruinosos. Aquí y allá, algún perro callejero hurgando la basura. La ropa tendida flameaba en la ornamentada herrería de los balcones de edificios ruinosos. Me puse a otear el horizonte y no vi ni un solo barco".

Adiós a todo eso. El mar que apresaba a Cuba ya no será su carcelero: muy pronto se llenará de cargueros con contenedores y mástiles de veleros. Levantarán edificios nuevos y demolerán los viejos. Eso es bueno, por supuesto. Pero el shopping global y el destino turístico de masas deja algo que desear.

Como lo demuestran Vietnam y Cuba, uno nunca sabe. Estados Unidos pierde una guerra contra el comunismo en el sudeste asiático y, a su tiempo, el capitalismo la gana.
"En Asia, el hombre blanco está acabado", dijo Ho Chi Minh. Por lo que se ve, parece que no era así.
"Una revolución no es un lecho de rosas", dijo Fidel Castro. El fin de una revolución, tampoco.

The New York Times - Traducción de Jaime Arrambide

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