viernes, 11 de mayo de 2012

La trampa de la energía


Por Daniel Larriqueta para LA NACION
El pasado 5 de mayo Japón desconectó el último de sus 54 reactores nucleares que estaba en actividad. La drástica decisión cierra el drama abierto con el tsunami y el desastre de Fukushima, pero priva al país de un 30% de su energía que provenía de esa fuente, colocándolo en una situación crítica. Cuando llegue el verano inminente, o Japón importa masivamente gas y petróleo para completar la oferta de electricidad o el centro de Tokio será inhabitable, porque los grandes edificios han sido diseñados para respirar gracias a los acondicionadores; son dependientes de un pulmotor. ¿Crisis de un modelo energético o crisis de un modelo de civilización? ¿Y nosotros, en la Argentina, luchando por YPF?

La civilización de la energía empezó hace algo más de un siglo y medio, con la generalización del motor a vapor: fue el tren, la navegación sin depender de los vientos y el impulso incontenible de la Revolución Industrial. Y todo a partir de los combustibles, que a medida que se avanzaba en la tecnología y los descubrimientos, adquirieron certificado de ilimitados. La hidroelectricidad primero y la energía nuclear después le dieron al siglo XX la certeza de un camino interminable, complementando y aún sustituyendo al carbón, el petróleo y el gas.

Esa plétora de alternativas creó la confianza necesaria para hacer bascular todos los criterios de organización y tecnología de la sociedad hacia el uso ilimitado de la energía. Esta es la civilización de la energía en que hemos nacido tanto nosotros como nuestros padres y abuelos. Y los únicos conflictos emergentes han resultado de la apropiación de las fuentes de esas energías con las terribles consecuencias bélicas que han llenado el siglo pasado: a tal punto el control de esos recursos condicionaba -y condiciona aún- la viabilidad de los países. Pero no estaba en cuestión la ecuación "energía=progreso".

La primera desestabilización de ese modelo se presentó en el quinquenio 1973-1978, con dos olas de "crisis del petróleo" que sonaron sorprendentes, aunque ya diez años antes el Club de Roma había alertado sobre los límites naturales al desarrollo de nuestra cultura. Pasado el primer pánico, se admitió que si se pagaba más caro el recurso energético se tendría oferta suficiente para seguir andando. Y a los yacimientos más inaccesibles y a las centrales hidroeléctricas más gigantescas siguió pronto la inversión apurada en energía nuclear. Tampoco pareció alarmar mucho que este gigantismo tuviera crecientes consecuencias negativas sobre el medio ambiente o la seguridad. Era sólo la carrera hacia "más energía".

No todos corrieron con la misma convicción. Tanto los países europeos occidentales como Estados Unidos redescubrieron la virtud ahorrativa de energía de los ferrocarriles y se emprendieron grandes inversiones no sólo en su reequipamiento sino en inventar nuevos modelos, de donde surgieron los hoy publicitados "trenes bala". Simultáneamente, los europeos comenzaron a dictar normas y establecer estímulos para que una industria automotriz más inteligente proveyera vehículos menos voraces, para ampliar los transportes públicos y colectivos e inducir a la construcción de edificios con normas ahorradoras de energía.

Había empezado un viraje que, a pesar de los avances, resultó más lento que el aumento de la demanda de energía debido a las altas tasas de crecimiento de la economía mundial, especialmente en los países desarrollados. Esa disritmia se fue reflejando, como en un termómetro, en el incremento del precio del petróleo, que opera de insumo principal e indicador del conjunto. Y mientras se agotaba el petróleo fácil, el gas fácil, los cursos de agua para hacer diques con graves perjuicios ambientales, y la tranquilidad de la energía nuclear, que aventó Chernobyl, se imaginaron nuevas "energías alternativas", como la solar y la eólica, que hoy son las mimadas del debate.

Pero ya nada es igual. Porque las "energías alternativas" plantean gruesos problemas ambientales e implican grandes inversiones que encarecerán el producto; los "nuevos" yacimientos de petróleo que están debajo del mar o en las rocas porosas amenazan con gigantescas contaminaciones, y la proliferación de usinas nucleares -que siguen pareciendo la solución más limpia- ha puesto a todos en el riesgo que hoy acobarda a los castigados japoneses.

Los países más dependientes de la energía o más lúcidos sobre el diseño futuro están girando sobre sus talones, anunciando un cambio de época, como si para ellos lo que ha entrado en crisis fuera esa "civilización de la energía". El presidente Obama ha asistido a los fabricantes de automóviles de su país con grandes apoyos financieros, pero imponiéndoles la condición de racionalizar sus productos. Estas y otras decisiones han provocado ya una merma de 20% en el consumo de naftas de Estados Unidos. En Europa se generaliza una política de desaliento al uso del automóvil junto con la promoción de modelos menos gastadores, y los gobiernos regulan la calefacción de los espacios públicos e inducen a los privados a lo mismo, fijando un máximo de 19° centígrados. Y todos ellos están dictando normas para reducir la emisión de CO2 por contaminante, con el efecto secundario de desalentar la quema de combustibles fósiles.

Algunos van más adelante. El 22 de abril de 2008, el Ministerio de Trabajo y Economía de Finlandia creó una comisión de Eficiencia Energética integrada por un delegado de cada sector crítico en energía de la sociedad, lo que dio una cifra notable de treinta personas. Y el 6 de noviembre el gobierno aprobó el informe resultante y lo presentó al Parlamento. Un conjunto vasto, diverso y minucioso de medidas proponen detener el consumo de energía hacia 2020 y reducirlo hacia 2050 nada menos que en un tercio del total actual; un programa revolucionario, si tenemos en cuenta que la economía finlandesa seguirá creciendo en el lapso programado.

La audacia finlandesa tiene vecinos. El gobierno sueco dictó normas severas sobre la ya mentada emisión de CO2 hace quince años y su aplicación ha tenido un efecto virtuoso: mientras la economía del país creció 40%, el consumo energético sólo avanzó un 8%. Y véase bien que estos países nórdicos tienen, por razones climáticas, una severa dependencia del consumo energético. Esas sociedades están cambiando su modelo de civilización, inventando el pasaje de la energía abundante a la energía escasa. Inventando una nueva vida, con nuevas tecnologías y, tal vez, nuevas pautas culturales.

Lo mismo puede suceder en Japón, porque aunque los ingenieros, los políticos y los economistas afirman que el cierre de centrales es "provisorio", el estado de la opinión pública, que ha satanizado a la energía nuclear, hace difícil pensar en tal restauración. No es la ingeniería, es la voluntad de la gente. En lo inmediato, Japón pierde por las importaciones de petróleo y gas el superávit comercial que ostenta desde hace treinta años. Pero esta tercera potencia mundial, con su sólida capacidad de invención, su disciplina social y su austeridad, nos puede ofrecer sorpresas creativas en la construcción del nuevo paradigma civilizatorio, uniéndose o incluso adelantándose a los escandinavos, a los europeos y a Estados Unidos.

Este nacimiento que se atisba no tiene correspondiente en la Argentina. En los últimos treinta años hemos destruido los ferrocarriles y condenado a nuestra eficiente agricultura a pagar enormes fletes de camión con abrumador derroche de carburante, lo mismo que el resto del transporte de cargas y pasajeros.


Hemos desarmado y desalentado el desarrollo de los transportes urbanos colectivos para reemplazarlos por el automóvil individual, y protegemos y aplaudimos a una industria automotriz que ofrece motores antiguos que gastan el doble que sus equivalentes europeos. Como se venden cientos de miles de estos autos, formamos un parque automotor que por lo menos durante diez años nos condena al derroche.

Es probable que si tuviésemos trenes de mediana eficiencia, transportes urbanos modernos y autos de última ingeniería, el temido déficit energético no existiría, aún con la producción declinante de petróleo y gas. Nos estaríamos ahorrando 14.000 millones de dólares y, si hubiéramos empezado antes, habríamos quemado mucho menos combustible que aún estaría en nuestros yacimientos convencionales.

El ejemplo del transporte argentino es sólo una rama de nuestro desdén por el uso racional de la energía. En los hogares, los muchos años de subsidio de las tarifas ha desalentado el ahorro, que no depende sólo de apagar la luz, sino de tener nuevos sistemas de aislamiento y acondicionamiento del aire, cocción, etc. ¿Cuánto se ha aumentado nuestra voracidad energética con el insensato programa de fomentar la compra de acondicionadores de aire que hemos tenido los últimos dos y tres años? En términos claros: nosotros caminamos en el sentido contrario de la vanguardia.

Pero la realidad de la dinámica mundial nos está alcanzando. Y mientras esa vanguardia acelera el paso para escapar de la trampa de la energía barata -que fue bendición durante un siglo y medio- nosotros hinchamos el pecho para meternos adentro.

En este contexto, el debate sobre la propiedad de los hidrocarburos, la nacionalidad de las empresas y la recuperación de YPF, con todas sus resonancias -incluso la descalificación y el procesamiento de los dirigentes y empresarios responsables de la mala gestión petrolera y gasífera- suena a una pelea con el pasado. Y la promesa mágica de que poseemos rocas cuya explotación nos daría enormes ofertas de combustible y que a lo mejor el mar epicontinental tiene iguales posibilidades, sirve para aletargarnos y mantenernos alejados de la mirada de largo plazo. Esas promesas son caras, carísimas, darían combustibles de altísimo precio para echar en el tanque de nuestros autos anticuados y provocarían incalculables daños ambientales. Si es verdad que la explotación de las rocas petroleras y gasíferas requerirá de una inversión de 28.000 millones de dólares, corresponde recordar aquí que con la mitad de esa cifra se reconstruiría en su totalidad la red ferroviaria nacional.

Pasados los ecos patrióticos de estos días de nacionalismo primario, bueno sería que pensemos en el futuro, a ver si también la Argentina se anoticia de que hay un cambio de civilización en camino y somos capaces de pegar el salto con los mejores.
© La Nacion.

1 comentario:

  1. Sin contar que los motores (tanto de autos como de aviones) cada vez deben someterse a más restricciones de contaminación, consumo y ruido en EE. UU. y Europa, lo que dificulta la exportación a estos países de los que no se adapten e tales parámetros. Ya las aerolíneas chinas tienen dificultades porque cada vez más aeropuertos de Europa se cierran a los aviones más contaminantes y ruidosos.

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