sábado, 12 de julio de 2008

Actores armados y ciudades fragmentadas

Por Dirk Kruijt y Kees Koonings
Fuente: Foreign Affairs (En español)

- LÍNEAS DE FALLA DE LA DEMOCRACIA LATINOAMERICANA

En toda América Latina hay dos líneas de falla de la democra­cia. La democracia reestablecida en los años ochenta coincidió con una década de crisis económica y de programas de ajuste estructural. En el lenguaje de las instituciones de las Naciones Unidas esta déca­da llegó a ser tipificada como "la década perdida para América La­tina". En efecto, fueron los años de reestructuración económica y social con grandes consecuencias para las clases medias, la clase obre­ra urbana, los pobladores de los barrios populares y la población rural.
Como consecuencia, en las décadas de 1980 y 1990 se generali­zó la pobreza masiva, la informalización de la economía y de la sociedad, y la exclusión social de considerables contingentes de la pobla­ción. La pobreza, sobre todo una característica del ámbito rural en la primera parte del siglo XX, comenzó a manifestarse en la segunda mitad en las ciudades, y en especial en las grandes metrópolis.
La exclusión masiva y probablemente transgeneracional en el ambiente urbano empezó a ser sinónimo de conflictos sociales y radicalización política. Relacionada con la cultura de pobreza y la orientación política de los excluidos existe una profunda desconfianza -expresada en la variedad de publicaciones de Latinobarómetro- en las instituciones formales de la democracia, desde el Parlamento, los parti­dos políticos, el sistema legal y las cortes, hasta los sindicatos de los trabajadores.
En otras palabras, una de las principales consecuencias sociales y políticas de la exclusión social es la erosión de la legitimi­dad de los órdenes civil, político y público. La enorme exclusión urbana tenía también otra consecuencia: los barrios cerrados de los privilegiados, donde buscan refugio de sus miedos contra "la sociedad de afuerá” y donde las barreras protegen "un estado hostil hacia buena parte de su población, manifestadas en múltiples formas de discriminación".

En segundo lugar, la manifestación de nuevas formas de violen­cia, esta vez no asociadas con la existencia de regímenes militares de seguridad nacional, como en los años setenta hasta mediados de los ochenta, sino con la presencia y la actuación de nuevos actores arma­dos. Hay una conexión entre la exclusión social y la ocurrencia de la violencia. En apariencia se nutren mutuamente en territorios urbanos cuando las autoridades del orden y la ley se retiran o sólo están presentes en forma represiva: entrando con unidades especiali­zadas en la lucha urbana, incorporadas en general dentro de las filas de las fuerzas policíacas.

Hacemos hincapié en que muchos problemas por analizar se encuentran básica, aunque no exclusivamente, en el ambiente urba­no. No es de asombrarse debido a que tres de cada cuatro de los ciudadanos latinoamericanos vive en ciudades. Más aún, el ambiente urbano es donde se presenta, primero, la mayor concentración de la po­breza nacional y, segundo, la brecha social más grande y más resenti­da entre el bienestar de las élites e integrantes de las clases medias, y la precariedad de los pobladores de los barrios populares, de las co­munas, de las barriadas, de las villas, de las favelas, donde se encuentra el denominador común de la pobreza, la exclusión social, la desi­gualdad y la marginalización de manera aglomerada en el sentido económico, social y espacial. Más aún, también es el ambiente donde se concentran la inseguridad urbana, la violencia y el miedo de los ciuda­danos.

La asociación entre pobreza y violencia no proviene solamente de un síndrome del miedo de las élites y los integrantes de las clases medias con respecto a la amenaza que constituirían los pobres. Aquéllos identifican los barrios marginales como la cuna de la violencia social, de la criminalidad, de la venganza. Pero, como lo han demostrado los estudios empíricos de Moser y McIlwaine (2004), también son los po­bres los que identifican, y esta vez como las víctimas, la coinciden­cia de la pobreza y la marginalización con la presencia de actores armados que compitan por la hegemonía sobre el espacio urbano con las autoridades legítimas de la ley y el orden que con frecuen­cia, por su ausencia o su no actuar, dejan el campo libre a quienes a la fuerza buscan un dominio territorial urbano.

-DESBORDE POPULAR Y EROSIÓN DEL ORDEN SOCIAL

La pobreza e inseguridad urbanas se han hecho sentir en la presencia de enormes contingentes de pobres, principalmente en las grandes aglomeraciones urbanas. En Informal Citizens. Poverty, Informality and Social Exclusion in Latin America introdujimos la noción de una nueva clase transgeneracional de habitantes urbanos pobres a partir de los años ochenta en adelante: los "ciudadanos informales".

En un estudio contundente sobre el carácter de la democracia latinoamericana, el PNUD (2004) lanzó la noción de "ciudadanía de baja intensidad". Al comien­zo del siglo XXI, América Latina es el continente donde segmentos significativos de la población, en algunos casos constituyendo la mayoría de la población nacional, son a la vez pobres, informales y excluidos.

La informalidad tiene también un rostro étnico: etnicidad es un factor de estratificación. Entre los mecanismos de sobreviven­cia predominan lazos de etnicidad y de religión, relaciones de familia (reales o simbólicas) y cercanía en términos de lugar de nacimiento o de pertenencia a los barrios populares. La economía y la sociedad informal se hallan excluidas del empleo estable, del ingreso regular, de los sindicatos laborales, de la legislación laboral y del acceso a las instituciones sociales que proveen necesidades básicas, como los ser­vicios de vivienda.

Entre 1980 y 2002 el porcentaje de pobres en América Latina subió de 41 a 44%, de pobres urbanos de 30 a 38% y de pobres rurales de 60 a 62% (CEPAL, 2006). Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que el porcentaje pico se dio en el año 1990 con 48% para América Latina, 41% para la pobreza urbana y 65% para la pobreza rural.

La relativa reduc­ción de la pobreza se atribuye, sin embargo, no principalmente al mejoramiento de las economías internas sino a los efectos de la migra­ción externa y, por ende, de las remesas familiares en los últimos 15 años. El flujo de remesas a la región representó en 2004 alrededor de 45.000 millones de dólares, cifra superior tanto a la inversión extranje­ra directa como a la asistencia total de los donantes.

Datos de la OIT (2004) demuestran que en la región se ha consoli­dado el orden social y cultural informalizado. El desempleo ponderado abierto urbano creció entre 1985 y 2003 de 8 a 11%. El empleo generado en el sector informal creció de 43 a 47% entre 1990 y 2003. Estas cifras explican también el proceso de descomposición de clase y la reestruc­turación del orden social en toda América Latina.

En la formalidad y la informalidad se originaron sectores económicos paralelos, jerarquías sociales paralelas y estructuras institucionales paralelas, lo que provocó un orden económico, social, político y cultural mucho más heterogéneo, que gira en tono a la división de la riqueza y la pobreza, de la integra­ción y la exclusión. Surgió una institucionalidad formal e informal con lógica, moralidad y sanciones propias: el orden reglamentado de la eco­nomía y sociedad informal a diferencia de la anarquía disfrazada en la pobreza, la informalidad y la exclusión social.

La economía y la sociedad informales generan, asimismo, brechas demográficas y una desintegración de la estructura de las familias. América Central, cuyas sociedades se ven atormentadas por la pobreza y por los efectos de sus guerras internas, tal vez representa el ejemplo más tajante de tales rupturas.

Un nuevo modelo de desarrollo regional, (2002) presenta un panorama de los procesos migratorios tanto internos como exter­nos de los países centroamericanos: el desplazamiento interno de los refugiados por la violencia de las guerras civiles y la migración extra­rregional, de hecho un éxodo hacia México y Estados Unidos.

De los 30 millones de centroamericanos, 1.13 millones viven ahora de forma permanente en Estados Unidos; 40% de ellos proviene de El Salvador. Juan Pablo Pérez Sáinz complementa este esbozo con un análisis más preciso de la dependen­cia familiar de las remesas, en virtud de la reducción estructural del mercado de trabajo centroamericano, las tasas de desempleo de muje­res y jóvenes, el monto de las familias en quiebra y la desesperación de los familiares que permanecieron en el país mientras los miembros masculinos salieron al exterior por la imposibilidad de adquirir un ingreso en el mercado laboral interno.

Este efecto de la pobreza y la exclusión está provocando un des­borde popular, para usar las palabras proféticas del antropólogo peruano Matos Mar. El nuevo rostro del Perú en la década de 1980, predijo la desins­titucionalización de las estructuras sociales tradicionales de la socie­dad capitalina y nacional y la emergencia de una sociedad urbana cualitativamente nueva con base en el papel de los pobladores de las barriadas y los migrantes en barrios de invasión. Predijo también el nacimiento tímido de una diversidad de nuevas organizaciones que pretenderían representar a los empresarios informales y los autoem­pleados, como son las cámaras regionales de los artesanos y los co­medores populares en las barriadas de la Lima metropolitana.

Todas esas organizaciones tienen en común la relación ambivalente de depender de instituciones profesionales de desarrollo como las fun­daciones religiosas y eclesiásticas, las ONG, donantes extranjeros, bancos privados filantrópicos y de la financiación de gobiernos mu­nicipales y nacionales.

Veinte años más tarde, en una edición actua­lizada que también toma en cuenta los procesos de las dos décadas intermedias, Matos Mar (2004) analiza el efectivo colapso de insti­tuciones que tradicionalmente funcionaron como sostén del orden democrático: el decaimiento de los partidos políticos, la erosión del status del poder legislativo y del sistema judicial, el ocaso del presti­gio de los magistrados y de las autoridades de la ley y el orden, el declive de las otrora poderosas centrales y confederaciones de sindicatos de los trabajadores y el debilitamiento de otras entidades de la socie­dad civil como las cámaras de industria y comercio y los colegios pro­fesionales de médicos, abogados, ingenieros, etc.

Puede ser que las instituciones paralelas, las jerarquías paralelas y los sectores paralelos que emergieron en el cauce de las líneas divisorias de la pobreza, la informalidad y la exclusión social ya constituyan un orden económi­co, social y político más o menos duradero aunque heterogéneo.

DEL DESBORDE POPULAR AL DESBORDE DE LA VIOLENCIA: VACÍOS DE GOBIERNO

La ciudadanía informal tiene un rostro violento. A finales de los años setenta, John Walton introdujo el concepto de "ciudades divididas". Durante los años ochenta las ciudades divi­didas o fragmentadas fueron analizadas sobre todo en términos de la miseria o la exclusión urbana. Sin embargo, a partir de los años no­venta comenzaron a identificarse las profundas divisiones urbanas con la falta de seguridad humana y la falta de la presencia de autorida­des protectoras en las partes desatendidas del territorio urbano, don­de la pobreza suele coincidir con la violencia.
El caso de Río de Janeiro, por ejemplo, cuyas paupérrimas favelas son sinónimo de áreas de acceso limitado dentro de las fronteras metropolitanas, adquirió una reputación deprimente en el círculo de autores y analistas de la violen­cia urbana. La violencia, no obstante, no sólo está arraigada en la vida diaria de los pobres urbanos, sino que es, o fue, también una característica de las prolongadas guerras civiles en los países de América Central y la región andina.

Actores armados, por una parte procedentes de las instituciones y bandas de ex combatientes -fuerzas armadas, para­militares, frentes guerrilleros-, y por otra pertenecientes a pandillas criminales y bandas juveniles, lograron montar sistemas paralelos de violencia de alcance y postura nacional en países como Colombia, Guatemala y México y, en un sentido acaso más restringido, en Argentina, Brasil, El Salvador y Honduras y Perú.

La proliferación de las miniguerras y de los actores armados (urbanos) involucrados en América Latina se relaciona con el fenó­meno de los vacíos locales de gobierno. Estos vacíos se forman a raíz de una prolongada ausencia de las autoridades y representantes lega­les de la ley y el orden en áreas específicas. En estos vacíos surge una simbiosis osmótica entre el Estado, más precisamente la policía y el sistema legal, la criminalidad común y elementos criminalizados de ex miembros de las fuerzas armadas, la policía, unidades paramilita­res y combatientes guerrilleros.

Entonces se adaptan la ley y la justi­cia local al resultado del orden oscilante entre las fuerzas paralelas de grupos locales de poder y autoridades morales, representantes elec­tos de asociaciones de vecinos, pobladores o vecinos, sacerdotes o pastores evangélicos, a veces empresarios exitosos o propietarios de emisoras locales de radio o TV en alianzas fluctuantes.

Es interesante puntualizar que, en este contexto de violencia inherente y de miniguerras por el control sobre pequeños territorios (urbanos) cuyos teatros tienen un alto grado de volatilidad, las fuerzas armadas no desempeñan un papel preponderante. En los paí­ses del Cono Sur y en cierto modo también en los países andinos y centroamericanos, como ya décadas antes en México, los militares se retiraron de la arena pública para reformular sus objetivos institucionales en la dirección de fuerzas armadas profesionales.

Las instituciones armadas dejaron prudentemente la confrontación pública con actores violentos no estatales a las fuerzas especiales de policía, entrenadas en el combate de contra-agresión urbana. No obstante, mientras que las manifestaciones de esa nueva violencia gradualmen­te asumen rasgos permanentes, la anomalía de esta situación comienza a indicar el fenómeno del Estado ausente (por lo menos parcialmente) en materia de seguridad y la justicia.

Otro rasgo es la proliferación de la vigilancia privada: policía pri­vada, guardianes privados nocturnos en los barrios de clase media e incluso en los distritos populares, serenazgos particulares, escuadrones especiales de protección, fuerzas inconfundibles de protección del sistema tema bancario y financiero, fuerzas de justicia privada, comandos paramilitares, escuadrones de la muerte.. Originalmente asociadas con guerras civiles prolongadas en países como Colombia y Guatemala, estas asociaciones privadas de orden y protección se expandieron en toda América Latina y en algunos estados del Caribe, como Jamaica.

En tercer lugar, podemos mencionar los nuevos actores armados en las favelas, villas, barriadas o comunas de miseria donde la autoridad local de facto es el traficante o el drug lord, quien da órdenes para los ajusticiamientos pero también funciona como proveedor financiero de las oNG en su territorio. Durante una entrevista con Deusimar da Costa, presidenta de la Federacao Municipal das Asociacóes de Favelas do Rio de Janeiro, resaltó con mucha franqueza que la coexistencia pacífica con los traficantes locales era un asunto común y corriente. "Ellos también son vecinos", dijo la señora «y su presencia no nos molesta.

Ellos tienen el poder de intervenir y, a pesar de todo, son vecinos. Mantenemos, podría decirse, una vida simbiótica. No estamos inclinados a llamar a la policía en cada momento". No se trata de pequeños bolsones o territorios olvidados dentro descala de opera las aglomeraciones urbanas, sino de jurisdicciones de facto de considerable tamaño y proporción, tal vez conformando 25% del contorno urbano en metrópolis como Río de Janeiro y Sáo Paulo, Buenos Aires, Bogotá y Medellín, México y Guadalajara, y otras ciudades importantes.

Los traficantes, en su mayoría jóvenes o adultos jóvenes, son los nuevos dueños urbanos de la violencia. Actúan en sus barrios también como los nuevos representantes de la ley paralela, no por justicia sino por ajusticiamiento. A veces cobran también impuestos paralelos y demuestran cierta benevolencia hacia el desarrollo local paralelo, ofreciendo financiar a las oNG locales en las favelas y villas marginadas.

En algunos casos también negocian explícitamente con los líderes religiosos locales, quienes aprendieron a convivir en relaciones de coexistencia pragmática. El mismo fenómeno se presenta en el Gran Buenos Aires. Los traficantes en las villas argentinas, las favelas brasileñas, los tugurios colombianos y las zonas guatemaltecas han reproducido escenarios de guerra o guerrilla nacional en los territorios urbanos infestados.

Algunos miles de niños y adolescentes funcionan como soldados de la droga en las guerras urbanas en Río de Janeiro. Alba Zaluar tipificó, con mucha razón, la relación entre bandas juveniles y el comercio de dro­gas en las favelas de esa ciudad como una integración perversa de la economía clandestina y la violencia urbana. En este contexto tam­bién hay que analizar el nuevo papel de las bandas juveniles crimina­les (maras) en América Central.

En El Salvador, Honduras, Guatemala y, en menor grado, en Nicaragua las maras son oficialmente consideradas como la principal amenaza de la seguridad nacional. Miles de jóvenes de entre 12 y 30 años de edad pertenecen a una de las maras o pandillas juveniles, cuya pre­sencia nacional es macabra por ser responsables de 20% (Guatemala) y 45% (El Salvador y Honduras) de los homicidios por año en 2003.

La economía marera centroamericana depende del control territorial y acceso al transporte y comercio local de drogas. La escala de operaciones en términos de la violencia percibida es tan gran­de que los parlamentos salvadoreño y hondureño aprobaron leyes espe­ciales intimaras que permiten comandos especiales compuestos por miembros de las fuerzas policiales y civil-militares.

En 2oo4, los presi­dentes de Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras firmaron un acuerdo para concertar esfuerzos a fin de combatir la violencia criminal juvenil en estos países. En abril de 2005, los jefes de estado mayor de las instituciones armadas de estos tres países solicitaron al jefe del Co­mando Sur estadounidense, general Bantz Craddock, asistencia técni­ca y financiera para crear una fuerza especial combinada del ejército y la policía para combatir el tráfico de droga y a las maras. El hecho hace alusión a la confrontación en Colombia, durante la década de los no­venta, entre los cárteles de la droga, el gobierno nacional y las fuerzas especiales estadounidenses.

CONCLUSION

La exclusión social y los fenómenos asociados, como la pobreza, la discriminación y la informalidad, conforman un contexto fértil para que puedan brotar los gérmenes de la violencia y el terror en los segmentos pobres, marginados, separadas de las metrópolis y las grandes conglomeraciones urbanas.

Cuando la exclusión social, co­mo en el caso de América Latina, se profundiza o se consolida en ciudades divididas, de manera espacial, de manera social, de manera cultural; cuando la ausencia de los actores legítimos de la ley y del orden se manifiesta en forma crónica, se abre el camino para los acto­res armados privados e informales que ocuparán el lugar de la poli­cía y la justicia, transformando los barrios pobres y marginados en ámbitos de desintegración, dominación por parte de criminales, terror y miedo.

Hay una tendencia para la consolidación de este fenómeno, considerando que la juventud de estos barrios, favelas, barriadas o comunas de miseria se va acostumbrando desde su niñez a la "normalidad" de la violencia, al ser "catequizada" por la violencia domestica habitual, por la violencia omnipresente en la calle y por la actuación represiva incesante de la policía que, cuando está presente, está presente con pistola o ametralladora en mano.

Entonces, políti­cas públicas que pretenden combatir la exclusión social y "pacificar" la relación cívico-policial aparentan ser si no una solución, por lo menos un freno a este proceso de deterioro. Combatir la exclusión social, fortalecer el tejido social local, equilibrar bien las tareas represivas y pre­ventivas de la policía nacional y local, fortalecer los gobiernos munici­pales y locales y, sobre todo, ganar y mantener la confianza de las organizaciones populares locales parecen ser los ingredientes del cóctel de buen gobierno en asuntos de seguridad cívica. Uno de los ejes cen­trales es la confianza mutua entre las fuerzas del orden y la población local, y la participación voluntaria en comités de seguridad local.

El mencionado informe del PNUD (2004) señala que en la actua­lidad la mayoría de la población latinoamericana preferiría un gobierno de previsto tinte autoritario que lograra encontrar una solución para la pobreza masiva. Eso contribuye a la formulación de la pregunta sobre el carácter de la estabilidad del orden político que implica la existencia generalizada de una ciudadanía de segunda clase. La pobreza dentro de un contexto de violencia parece ser el meca­nismo estándar de integración de los marginados urbanos. Seg­mentos considerables de la población de América Latina sobreviven en la economía y sociedad informal donde diariamente se comparte la pobreza y la violencia.

Muchos de los actores armados de esta nueva violencia son reclutados entre las filas de los informales y los excluidos. Este fenómeno de la exclusión con violencia compartida por las masas de los pobres urbanos contribuye a la destrucción de los fundamentos morales del orden democrático y los perímetros de la ciudadanía.

La violencia crónica, incluso dentro de los límites de los enclaves territoriales restringidos, contribuye a la erosión de legitimidad del orden político. Es paradójico que varios gobiernos latinoamericanos, como los líderes populares y las autoridades religiosas en su contexto local, hayan aceptado una coexistencia pacífica de facto con los actores no estatales de la violencia, mientras que ellos en privado constituyen una amenaza para las autoridades políticas de nivel nacional. La pregunta clave es, por supuesto, cuanto tiempo más puede garantizarse la estabilidad del orden económico, social y político de América Latina en este precario equilibrio entre niveles “aceptables” de exclusión y niveles “aceptables” de violencia.

Dirk Kruijt y Kees Koonings[1]

[1] DIRK KRUIJT es profesor de Estudios del Desarrollo en la Universidad de Utrecht (Países Bajos) y cuenta con gran número de publicaciones sobre pobreza, exclusión social e integración étnica, regímenes militares, guerras civiles y reconstrucción social mailto:d.kruijt@fss.uu.nl).

KEES KOONINGS es actualmente profesor asociado de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) y ha publicado diversos ensayos sobre empresarios y desarrollo regional, participación política y nuevos movimientos sociales, regímenes militares, guerras civiles y reconstrucción social (k.koonings@fss.uu.nl).
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